El «Sensus fidei» ecuménico

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     Si revisamos las publicaciones y documentos emanados de los ocupantes actuales de la Santa Sede, así como aquellos publicados por lo órganos oficiales de la Curia Vaticana, constatamos el mismo estilo redaccional que caracterizó a los documentos promulgados por el “concilio” Vaticano II; es decir, intencionadamente ambiguos y del todo contrastantes con la claridad y precisión del Magisterio pre-conciliar. Los innovadores, por medio de un lenguaje enrevesado y lleno de términos y giros lingüísticos extraños a las sólidas y nítidas formas magisteriales de la tradición católica, buscó primero escapar a las reprobaciones de San Pío X, eminentísimo defensor de la ortodoxia católica contra los desvaríos modernistas, y luego, al amparo y fomento de Roncalli, desplegaron libremente aquellas formas expresivas ambivalentes, difíciles de interpretar por su equivocidad, con el fin de servir a los errores desatados bajo la égida del conciliábulo vaticano. Por otro lado, no hay discurso, entrevista, artículo, predicación, encíclica, exhortación, audiencia, carta, alocución, etc., que, sin cejar en ofensas a Dios Trino, a Jesucristo, a la Bienaventurada Virgen María, a la Iglesia, a los legítimos sucesores de Pedro, a la Fe Católica, no conduzcan hacia aberraciones doctrinales al servicio del “dogma ecuménico” y de los públicos escándalos litúrgicos y religiosos inter-confesionales. San Pío X, Papa nuestro de feliz memoria, con su corazón deshecho por profundísimo y amargo dolor al prever que la Barca de Pedro sería asaltada, violentada y apropiada por servidores del Anticristo, anticipó en su Magisterio el pútrido zaguán en el que, hoy por hoy, navegan los invasores mancillando nuestra santa religión; anticipó Papa Sarto: “ninguno se maravillará si lo definimos [al Modernismo] afirmando que es un conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión.” (S. S. San Pío X, Encíclica “Pascendi”, N° 38). Y autores fieles a la pureza de la Fe, como el R. P. Leonardo Castellani, han advertido para enseñanza e instrucción de los católicos: “Los modernistas no niegan la letra de ninguno de los dogmas…,pero lo vacían todo dándoles un significado humano; son como signos de la grandeza del hombre, de la divinidad del hombre, es decir, una tentación de humanizarlo todo, que fue la tentación más grande en toda la vida de la Iglesia y que será también la gran herejía del Anticristo, que va a implantar la adoración del hombre, de las obras del hombre y se va a hacer adorar él mismo como Dios, según está revelado por San Pablo.” (“Catecismo para adultos”, casi contemporáneo contra-discurso de Montini quien, oficialmente el Martes 7 de diciembre de 1965, inauguró la «religión del hombre» al clausurar el conciliábulo Vaticano II) ).

     En la Edición del 20 de Junio de 2014 de L’Osservatore Romano se lee una columna titulada “El sentido de la Fe. En un documento de la Comisión Teológica Internacional” (BAC, Madrid, 2014), firmado por Serge-Thomas Bonino, Dominicano, secretario general de la CTI. En realidad, este breve inserto tiene la finalidad de presentar un reciente documento publicado por la misma Comisión bajo el título “Le sensus fidei dans la vie de l’Église” (El sentido de la fe en la vida de la Iglesia), de ahora en adelante SF, texto sólo en francés y en inglés. Hay que recordar que, de cara a la pureza de la fe católica, toda obra u opúsculo emanado de fuentes post-conciliares debe ser recibido con gran precaución, toda vez que «jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, “hombres de lenguaje pervertido (Hch 20, 30) de vanos discursos y seductores que yerran y que inducen al error”(Tit 1, 10)». En su presentación del documento de la CTI, en L’Osservatore Romano, Bonino comienza (no podía ser de otro modo) citando al Sr. Bergoglio cuando, el 4 de Octubre de 2013 en Asís (cuyo excelsa tradición católica franciscana jamás será siquiera mínimamente empañada por las abominables y escandalosas reuniones “interreligiosas” ecuménicas iniciadas por Wojtyla) éste dijo que «[El pueblo] tiene “olfato” para encontrar nuevas vías para el camino, tiene el sensus fidei, que dicen los teólogos (innovadores, n.d.a]». Y Bonino continúa destacando que «el Pontífice (sic) ama referirse a este instinto sobrenatural [innovador él mismo, n.d.a.] que posee el pueblo de Dios [muy querida expresión vaticano-segundista].

     En el n.2 de la Introducción de SF, la CTI define el sentido de la fe como «Este instinto sobrenatural, intrínsecamente unido con el don de la fe recibido en la comunión de la Iglesia, se llama sensus fidei, y le permite a los cristianos cumplir a cabalidad su vocación profética».

     De modo que, según la doctrina de la religión neomodernista, el “sentido de la fe” sería un “olfato”, un “instinto sobrenatural”. En el n. 49, SF dice que «El sentido de la fe del creyente es una especie de instinto espiritual…se deriva de la fe constituyendo una propiedad de ésta. Se compara a un instinto, porque en primer lugar no es el resultado de una deliberación racional, sino que toma más bien la forma de un conocimiento espontáneo y natural, una especie de percepción». El n. 53 continúa: «el sentido de la fe es la forma que reviste este instinto». En el n. 54 leemos: «Como lo indica su nombre “sentido”, [el sensus fidei] se asemeja más bien a una reacción natural, inmediata y espontánea, comparable a “un instinto vital” o a una especie de “olfato” por la cual el creyente adhiere espontáneamente lo que es conforme a la verdad de la fe y evita lo que se le opone».

    Cada vez que tomamos conocimiento de algún documento innovador-postmodernista-ecuménico-naturalista de la nueva religión, debemos tener presente, en medio de la anfractuosidad y esoterismo de sus formas que, indefectiblemente, estará involucrada la nueva eclesiología, la nueva liturgia, la nueva disciplina y la nueva doctrina; pues el arte de la destrucción está en la celada. Bueno, así ocurre también con este “just born” de la CTI.

    Dice SF que el “sentido de la fe” se deriva de la fe y constituye de ésta una propiedad, siendo la fe una disposición interior suscitada por el amor (n. 56). Pero, para la religión ecuménica anticatólica ¿Qué es la fe? Pues, al igual que el carácter subjetivo-psicológico del “sensus fidei”, dicen de la fe que “…siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino” (Pascendi n.5), además “En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional” (Pascendi n. 13), y más aún “…en ese sentimiento los modernistas, no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación” (Pascendi n. 6).

     Para la nueva anti-iglesia, que se dice católica, en el plano de la fe, algunos términos son muy queridos, tales como “vital”, “experiencia”, “sentido”, “sentimiento”, “amor”, “corazón”, “misterio”. Son todos términos que caen muy bien al perfil del hombre moderno, cincelado por la Escuela de Franckfurt y por el nihilismo estructuralista francés (no en vano Wojtyla fue proclamado “por el pueblo de Dios” “santo súbito”). Es en esta concepción naturalista de la fe – naturalista porque oblitera la realidad sobrenatural de la fe , toda vez que repudia la teología natural y cierra, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad y, más aún, suprime por completo toda revelación externa (cfr. Pascendi n.5) – que la CTI intenta insertar el neotérico “sensus fidei”, este “instinto sobrenatural de la fe…suscitado por el amor…esta especie de olfato…de percepción…este instinto vital…este conocimiento del corazón. Uno de los argumentos de apoyo que esgrimen es “la connaturalidad que la virtud de la fe establece entre el creyente y el auténtico objeto de la fe” objeto que, como habíamos visto, no consiste en las verdades reveladas, sino en la misma naturaleza de Dios, en la misma “res divina” (de otro modo éste no podría ser “connatural”, a saber y sin más, la deificación del hombre). Es el mismo SF que se encarga de declarar que gracias a este divagado “sentido de la fe”, que tiene la forma de una segunda naturaleza (divinizada), el creyente (no sólo católico), reacciona espontáneamente (cfr. SF n.53) de manera infalible en lo que concierne a su objeto, es decir en lo que concierne a Dios mismo, percibido inmediatamente en su naturaleza divina misma en virtud del sentimiento vital de la fe.

     Es la misma CTI que, forzando a ciertos autores como Melchor Cano, J. H. Newman, y violentando las Escrituras, se apuran en declarar que la expresión “sensus fidei” no se encuentra ni en las Escrituras ni en la enseñanza formal de la Iglesia anterior al Vaticano II (cfr. SF n.7) ¡Lógico! No podía ser de otro modo, dado que la fe católica es objetiva y sobrenatural, en oposición al carácter subjetivo y naturalista de la nueva religión; a mayor abundamiento, la CTI intenta hacer pie en la historia diciendo que «El concepto de “sensus fidelium” comenzó a ser elaborado y utilizado de modo más sistemático al momento de la (pseudo) Reforma [protestante, ¡todo concurre! n.d.r.]». Sabemos la adoración ecuménica que la iglesia oficial profesa al protestantismo, del cual, entre otra cosas, ha adoptado novedades como “teología del laicado”, “pueblo de Dios”, “sacerdocio común”, “común oficio profético”, etc.; todo orientado hacia el concepto de “comunidad” y “fraternidad”, así como de debilitamiento del concepto de autoridad, primado y magisterio.

     Por mucho que se nos quiera retrotraer a las crisis arriana y nestoriana, la Iglesia nunca necesitó de un “instinto” u “olfato” sobrenaturales con relación a su indefectibilidad y ortodoxia. Por primera vez encontramos el “sensus fidei” en los documentos del vaticano II; especialmente en Lumen Gentium ns. 12 y 35, asociado al antedicho “común oficio profético” en el contexto de una iglesia “igualitaria y democrática” que tiende a eliminar los aspectos de “Ecclesia docens” (Iglesia que enseña) y “Ecclesia discens” (Iglesia que es enseñada); es decir, para el Vaticano II, fuente desde la cual se precipita toda la riada de extrañezas, nadie tiene nada que aprender, nadie debe enseñar, nadie debe corregir, nadie debe guiar; es suficiente con que cada uno, habiendo experimentado vitalmente el sentimiento religioso – que es a su vez la revelación y lo revelado, Dios mismo – se integre con su conciencia subjetiva individual a la conciencia colectiva comunitaria, que sería la Iglesia; si no estamos en la iglesia del libre examen de Lutero, ¿entonces qué?

     Llegados a este punto, bueno es recordar la doctrina católica para no extraviarse. 1) La fe es una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y la ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibidas por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos (D. 1789). Vemos que la fe no es un indefinido y vago “sentimiento” o “experiencia vital”; es definitivamente objetiva, ya que se trata de verdades (lo que Dios ha revelado), no de lo que el hombre siente en el corazón ni mucho menos. Es el llamado objeto material de la virtud teologal de la Fe, constituido por todo el conjunto de verdades divinamente reveladas. Además no es un fenómeno natural, que brota de una cierta indigencia psicológica; ¡absolutamente no! es una virtud sobrenatural, infusa por Dios en nuestra alma, por lo que es imposible adquirirla con las solas fuerzas naturales. No tiene como sujeto el sentimiento o el corazón, sino el entendimiento, ya que las verdades se aprehenden por el intelecto, por la razón. 2) El objeto material de la Fe definido infaliblemente por el Concilio Vaticano I (en realidad debiéramos decir sólo Concilio Vaticano, puesto que no hay otro con aquél nombre) dice: “Hay que creer con fe divina y católica todo lo que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición y que la Iglesia por definición solemne o por su Magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelado” (D. 1792). De modo que la divina revelación (verdades objetivas, no subjetivos sentimientos) posee dos fuentes, la Sagrada Escritura y la Tradición Católica.

     Y avanzando un poco más en este trabajo “pseudo-teológico” de la Comisión, llegamos a su punto más alto, a su broche de oro y a su verdadero puerto de llegada: Su valor ecuménico. El “santo ecuménico” Wojtyla dijo: “Con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica” (Encíclica Ut unum sint n. 3, 1995). Y así, en el trabajo SF de la Comisión leemos en el n. 56 «una cierta forma de sensus fidei puede existir entre los bautizados que llevan el bello nombre de cristianos sin profesar, sin embargo, integralmente la fe” (Lumen Gentium 15) Ahora, quien no profese integralmente la fe, negando tan sólo una o algunas de las verdades reveladas, NO POSEE LA FE. La razón está en que, con su opinión personal, éste se pone por encima de Dios que revela y niega el motivo formal por el cual creemos, a saber, la autoridad de Dios que no puede engañarse ni engañarnos; y así, ya no cree por la autoridad de Dios sino por su propia disquisición y opinión humana, eligiendo qué creer y qué no creer, por lo tanto NO llevan el bello nombre de cristianos. Y continúa el n. 56 “La Iglesia católica debe pues estar atenta a lo que el Espíritu puede decirle por medio de creyentes de iglesias y comunidades eclesiales que no están plenamente en comunión con ella”. Lástima que, si no están en comunión con Pedro, cabeza y regla próxima suprema de la fe, potestad exclusiva conferida directamente por Cristo (cfr., Mt 16, 18s), el Espíritu, alma de la Iglesia, nada tiene que decirle por intermedio de ellas. Por ahora es suficiente con relación al “ecumenismo”; por sí sólo es un tema que reclama un espacio propio. En todo caso, y anticipándonos, podemos constatar que el ecumenismo surge como consecuencia del nuevo concepto de revelación adoptado por la nueva iglesia.

     En otro aspecto de este reciente trabajo de la CTI, se establece que «El sensus fidei está estrechamente unido a la “infallibilitas in credendo” que posee la Iglesia en su conjunto…permite a sus miembros ejercer el discernimiento que deben realizar sin cesar… a fin de saber cuál sea la mejor manera de vivir, actuar y hablar en fidelidad al Señor” (n.128) Y también «El sensus fidei permite a cada creyente percibir una desarmonía, una incoherencia o una contradicción entre una enseñanza o una práctica y la fe cristiana auténtica” (n.62) Aún más «El sensus fidei del creyente es infalible en sí mismo en lo que concierne a su objeto, la verdadera fe». Para sostener estas proposiciones la CTI trae en su ayuda un argumento por analogía diciendo que «A causa de su relación inmediata a su objeto, un instinto no puede equivocarse. Éste es infalible de suyo». Ya habíamos visto que, según la nueva “teología”, el sensus fidei se compara a un instinto, es una suerte de “instinto espiritual” (sic), una reacción natural, inmediata y espontánea, análoga a un instinto vital o a una especie de olfato (cfr., n. 54). Ahora, en la teología de la perfección cristiana, lo más cercano a esta tesis modernista son las mociones del alma en gracia a impulso del Espíritu Santo por medio de las virtudes y dones sobrenaturales. El creyente, instruido en las verdades de la fe, reacciona sí ante el error doctrinal (por Ej., resistieron a Nestorio cuando éste, siendo obispo, cayó en la herejía y predicaba que María sólo era la madre de Cristo, pero no de Dios), reacciona sí, pero no por una especie de “instinto”, sino por encontrar contradicción entre la fe apostólica y el error; para lo cual se necesita, no una especie de “olfato” o “instinto vital”, sino una virtud específica, la virtud sobrenatural de la Fe, que es un juicio del entendimiento movido por Dios, facultad del alma cuyo objeto propio es la verdad. Por otro lado los “teólogos” de la CTI argumentan, en favor de la infalibilidad del sensus fidei, que éste no puede fallar porque «todos los miembros [de la Iglesia] han recibido la unción del Espíritu de verdad» (n. 76) y «todo bautizado, en virtud de la unción divina, tiene la capacidad de discernir la verdad en materia de fe», citando 1Jn 2, 20.27 (cfr., n. 85). Aquí asistimos a una grande ambigüedad, sería necesario especificar que, siendo el bautismo el sacramento de la verdad que da la vida eterna, que es la verdadera Fe, sólo reciben, por medio del bautismo válido, el Espíritu de verdad quienes profesan la única y verdadera Fe, no cualquier bautizado perteneciente a cualquier «iglesia»; pero este es el modo de hablar modernista. Por lo demás, sabemos que en la doctrina modernista la validez del Bautismo, por el que el creyente se hace miembro de la Iglesia, es extensible a todas las “comunidades eclesiales” e “iglesias” no católicas pues, para los modernistas, la “Iglesia de Cristo” no es la iglesia católica, sino una cierta  iglesia futura, más amplia que la Santa Iglesia católica, Cuerpo Místico de Cristo, la cual tan sólo «subsistit in», estaría tan sólo contenida en aquella imaginaria «iglesia» de carácter ecuménico (cfr. Lumen Pentium n. 8).

     Si el “sensus fidei ecuménico” es infalible in credendo, en virtud de una no bien explicitada “unción del Espíritu de verdad”, ¿Cómo se explica que actualmente un indefinido “pueblo de Dios” (millones de millones) siga masivamente  una fe que no es nuestra Fe católica? ¿Cómo explicar que tan grandísimo número de creyentes no sean capaces de utilizar el infalible “olfato bergogliano”, aquel infalible “instinto espiritual” para discernir entre la Fe católica y la “fe” de Juan XXIII, de Pablo VI, de Juan Pablo I, de Juan Pablo II (hasta ahora entre ellos el más destructor de la Iglesia), de Benedicto XVI y de Francisco? ¿Cómo explicar que la mayoría se deja mistificar por el fenómeno religioso más mortífero de la historia de la Iglesia, considerado por San Pío X la suma total de todas las herejías, siendo la devastación y perdición casi total del pueblo fiel, sumido en la total apostasía de la mano de los actuales meros ocupantes materiales de las sedes en la Iglesia? Es un misterio, permitido por Dios, una prueba en medio de la actual miseria y perfidia del mundo, para que brille el testimonio de los que resisten firmes en la Fe, como fiel soldado de Cristo, sostenidos por María, vencedora de todas las herejías, para gloria de Dios.


 Ora pro nobis, Sancta Dei Genetrix, dum verum Papam speramus!

 

Cito vita hominis transit!

Actualmente el Novus Ordo post conciliar, casi siempre, como es la tónica y la naturaleza de la religión ecuménica-humanitaria-progresista, en sus “homilías” sólo se refieren a eclécticos e insulsos tópicos sociales o anecdótico-domésticos, que en nada demuestran los contenidos de la Fe católica, necesarias, con necesidad de medio, para el fin de la vida cristiana, que es la bienaventuranza en esta tierra y la visión de Dios en la futura.

En esta entrada publico esta homilía católica, pronunciada por Don Francesco Ricossa, Director del Instituto Mater Boni Consilii en el 4º Domingo después de la Pascua (2014). Es una mía libre traducción del italiano.

Acabamos de escuchar las lecturas de la Misa de hoy. Esta vez la Epístola no ha sido tomada de las Epístolas de San Pablo, sino de las Epístolas de San Pedro. El pasaje del Evangelio es una parte del discurso después de la Cena de Jesús, en el Evangelio de San Juan, quien es el único que nos relata el largo discurso después de la última Cena. El punto común entre estas dos lecturas es la comparación que, ya sea Jesucristo como su apóstol Pedro, hacen entre esta vida y la vida eterna, la verdadera vida.

Comencemos por las comparaciones tomadas por San Pedro, después por Jesucristo Nuestro Señor y, finalmente, por una Santa, Santa Teresa de Ávila.

En una frase, notablemente famosa, Santa Teresa de Ávila dice que “Nuestra vida en esta tierra se compara a una fea noche en un mal albergue”. Esta frase ilustra bien lo que dice el Apóstol Pedro en la lectura de hoy, y que inicia con estas palabras, recordándoles a los primeros cristianos que leían sus escritos que somos “advenas et peregrinos en la tierra”(I Pe 2, 11) es decir, “aquí somos extranjeros y peregrinos”; no porque no tengamos una casa, no porque no tengamos una Patria, sino porque nuestra casa, nuestra Patria no está en esta tierra. Un extranjero, cuando se encuentra en un país que no es el suyo, no tiene una casa suya, no tiene un alojamiento suyo. Si quiere acostarse y dormir teniendo bajo techo, debe contentarse con un cuarto de hospedaje; el cual puede ser más o menos pobre, o bien lujoso pero, aún el más bello, siempre será un cuarto de albergue, en el cual él siempre resentirá extraño porque no es su casa, no es su Patria. Y a este cuarto de albergue el peregrino, el viajero, más bien, el extranjero, el que no se encuentra en su casa, no le concederá algún interés particular; ¿Con qué finalidad de amoblarlo, decorarlo y mejorarlo? ¡Es la propiedad de otra persona! ¡El propietario no soy yo, sino el hospedero! ¿Para qué preparar este cuarto en vista a una permanencia duradera cuando después de unos días, pocas horas, una semana, un mes, deberé dejarlo, deberé partir? Sabiendo que este alojamiento será ocupado por otra persona, como sé muy bien que, antes de mí, lo han ocupado tantísimas otras personas. Bien, nuestra vida en esta tierra es la misma cosa, somos extranjeros aquí; esto no nos convence mucho, porque hemos nacido aquí y sólo hemos conocido esta vida y esta tierra. Y sin embargo, es cierto; somos extranjeros porque no hemos sido hechos para este lugar, no hemos sido hecho para estar aquí; tanto así que han sido tantos los que han estado antes que nosotros y tantos otros vendrán después de nosotros a nuestro puesto; como aquel penoso cuarto de un mal albergue del cual habla Santa Teresa de Ávila. Luego, nos encontramos en esta tierra de manera provisoria, en camino, en marcha hacia otra vida, otra Patria, otra casa; de lo cual nos habla Jesús en el discurso después de la Cena, en otro pasaje, no en aquel que habíamos leído, dice Jesús que “hay muchas moradas en la casa de mi Padre, y yo voy a prepararos un puesto, para que allí donde yo estoy también estéis vosotros”. Justamente en el discurso después de la Cena, Cristo, para explicar la misma verdad utiliza otra analogía, muy humana, muy conmovedora, muy fácil de captar, que es el caso de la madre, de la joven mujer que está por ser madre encontrándose en los dolores del parto: con cuánta humanidad el Señor dice: “La mujer, cuando está a punto de dar a luz un hijo, se encuentra en el dolor, pero, inmediatamente después, su alegría es muy grande, porque un hombre ha venido al mundo, y olvida todo dolor.” Incluso podemos decir que la madre, que se encuentra en el dolor, en el mismo momento en el que sufre, ya nace una alegría en su corazón, la cual crece aún más; porque, si bien es cierto que está sufriendo, sin embargo desde ya le llena el corazón de alegría de pensar que, en breve, podrá estrechar en su seno a su bebé; a su bebé que ella ama, justamente, con la fuerza de la naturaleza, de una manera tan natural, tan viva, tan espontánea. Este es el episodio extraído de nuestra humanidad, al menos de aquella femenina, evidentemente; pero este pasaje ilustra una realidad más profunda, la cual es explicada por Jesús, que dice: “Así sed también vosotros, el mundo se encuentra ahora en la alegría, en cambio vosotros en la tristeza; pero en breve será lo contrario: vosotros estaréis en la gloria, y esta gloria no podrá ser arrebatada a vosotros por nadie”. He aquí la gran diferencia entre la verdadera alegría, la verdadera felicidad que sólo Dios podrá dar al hombre y todas las otras alegrías y felicidades de los hombres y del mundo. La primera, la que da Dios, nadie os la puede arrebatar; mientras que, por el contrario, las que vienen del mundo, primero son engañosas y, segundo, son efímeras, es decir, terminan súbitamente, en un instante, como nuestra estadía en el albergue, por pocos días, o por pocas horas; y así, del mismo modo, las cosas de este tiempo, de esta vida, pasan rápidamente: desilusionan ya aquí, mas, si aunque no desilusionasen, debemos abandonarlas todas, con certeza absoluta, sin lugar a dudas.

Estas palabras de Jesús son también un eco de aquellas que había pronunciado antes, en las conocidas bienaventuranzas, como sabéis, las del discurso de la montaña, una suerte de programa del Señor, que impacta justamente porque Jesús propiamente invierte nuestro modo de concebir las cosas. Cristo llama beatos, es decir felices, a los pobres, a los sedientos, a los que tienen hambre, a los perseguidos, a los puros y a aquellos que lloran; mientras que, por el contrario, de todos los demás, los que están ahora colmados de tantos bienes, abundancias, y que ríen, dice Jesús “¡Ay de vosotros!” – notemos que frente a las bienaventuranzas están los ayes – “¡Vae, vobis! (¡Ay de vosotros!) ¿Por qué? Pues porque todo será mudado, todo cambiará: vosotros que lloráis sed beatos – dice Jesús – porque seréis consolados; por el contrario, ¡Ay de vosotros que ahora reís, porque lloraréis! De hecho, como ya lo decía el Libro de la Sabiduría, los hombres apegados a este mundo y a las realidades mundanas, llegando al momento del juicio dirán: “Ergo errabimus viam veritatis”, esto es, “habíamos errado completamente, pensábamos que sus vidas, las de los justos, de los santos, de los hombres de Dios, era un desvarío, una locura, un delirio, y que la fe de ellos era carente de honor, y he aquí que, por el contrario, son contados entre los hijos de Dios, en cambio nosotros hemos perdido todo; esta es la realidad. Sin embargo muchas personas dicen ¿Será tan así? Pero, por mientras, vivamos en esta tierra; este cambio será en el futuro, en un tiempo lejano; por el contrario, mientras tanto estoy aquí y, mientras dure, quiero gozar de los bienes y placeres de este mundo. Por esto Jesús precisa: “Aún un poquito, y no me veréis; y otra vez un poquito, y me veréis. Porque voy al Padre.” San Agustín, comentando esta palabra “modicum” (un poco), dice ¿Cómo puede (Jesús) decir “un poco” a un tiempo que a nosotros nos parece tan largo antes que Él retorne, antes que Él se muestre a nosotros? El Santo responde diciendo: “A nosotros, este tiempo nos parece largo porque aún lo estamos viviendo, pero cuando éste termine nos parecerá brevísimo”. Esta es la experiencia de todos los hombres. Preguntad a un muchacho, a un joven de 15 años, a un adolescente; normalmente, éste no piensa en el fin de esta vida, sólo piensa en la vida de acá, le parece tenerlo todo a disposición, y que su vida no terminará jamás (y, sin embargo, ¿Quién sabe si acaso no habrá llegado al último día de su existencia?). Preguntad, por el contrario a una persona de 80 años, quien ya ha llegado al final de esta vida, ¿Cuánto le parece? Un instante, la nada misma. ¿A cuántos de nosotros tantas vivencias nos parecen tan sólo de ayer, como si hubiesen sido recién ayer?

Así es nuestra existencia. Creemos que esta habitación de hospedaje es nuestra última morada, que estaremos aquí por siempre; y no es así. Nos afanamos en la tontera de fatigarnos por adornarla, cuando, por el contrario, mañana por la mañana deberemos abandonarla. Entonces, pensemos en la eternidad, y pensemos que las penas de esta vida, “Bienaventurados vosotros que lloráis, porque seréis consolados”, son un signo del amor de Dios por nosotros, son un signo que el Señor nos pone sobre la vía de la gloria infinita, de la salvación eterna. ¿Por qué? Porque es así como nos asemejamos a Él; como la mujer que debe sufrir los dolores del parto si quiere después estrechar a su bebé. Como el mismo Jesucristo, y así lo dice el ¡Aleluya! de la Misa de hoy “oportet Filium hominis multa pati” (Lc 9, 22), era necesario que Cristo sufriese para entrar, después, en su Gloria. Si nosotros no pasamos por esta vía del padecimiento, no podremos entrar en la gloria; porque sufrir quiere decir amar, manifestar nuestro amor, hacer algo por Jesucristo, laborar para merecer el Paraíso. Pero alguno dirá “¿Pero acaso es necesario que se sufra ahora por un premio futuro, mientras que los que se alegran ahora sufrirán después? ¿Es necesario que sea así?” En realidad, observad, queridos amigos, que todos tenemos que padecer algo en la vida, sí, todos; no tan sólo las personas buenas, sino también los malos. No se crea que quien sigue el mundo, que quien huye de la cruz, tenga ante sí una vida enteramente de alegría y plena de felicidad; no, no es, absolutamente, así; es más, es cierto lo contrario. Como os he dicho, si tomamos el ejemplo de la mujer que se hace madre, es cierto que sufre pero, en el fondo del corazón, ya tiene una gran alegría; esta es la condición del cristiano quien, en medio de las dificultades de la vida, en el fondo del corazón, ya tiene una gran paz, que es la paz del amor de Dios, la paz de saber que la propia conciencia es recta, que es la paz de saber que estamos andando hacia aquel momento en que Jesucristo dirá “Entra en la Gloria de Tu Señor”; mientras que, por el contrario, quienes viven en el mundo ¿Qué les espera? ¿Son realmente felices? ¡No! Todo es un engaño, porque el mundo no puede ser feliz; es una alegría que les será quitada, que apenas, apenas, les parece tocarla he aquí que se desvanece. Como los antiguos que, cuando les parecía de ir infierno, se imaginaban ver las sombras de sus seres queridos a quienes, tan pronto estrechaban luego ya no cogían nada, porque, precisamente, eran sombras. Así, del mismo modo, son sombras las cosas de este mundo, que sólo pueden ilusionar y engañar. Esta es la profunda verdad. Quien haya vivido algunos años lo sabe muy bien según la experiencia de la propia vida.

Así pues, si verdaderamente queremos ser felices en esta vida y, aún más, en la otra, debemos seguir con coraje la vía de Jesucristo que es, también, la vía de la cruz, por cierto; pero, antes que nada, es la vía del amor; por lo tanto, una vía que puede colmar nuestro corazón, siendo la única vía que verdaderamente puede hacerlo.

Que este domingo nos haga ya mirar a lo alto, hacia la eternidad; y no, por el contrario, nos haga distraernos en las cosas de aquí abajo, las cuales, tan pronto las tocamos y las miramos ya se han desvanecido, como un sueño que se olvida al momento de nuestro despertar y del cual no queda sino una vaga memoria.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ¡Amén!


“Si en algo falto a la doctrina y fe católicas agradeceré de corazón corregirme”

Ora pro nobis Sancta Dei Genetrix, ut digni efficiamur promissionibus Christi!

Felicitas et Beatitudo!

Beatitudines

En un programa de la TV que trata de problemas judiciales, ante un caso de separación de un matrimonio con hijos en común, la conductora manifestó que nada cuestionable realiza cualquiera de los cónyuges  cuando decide dejar a su familia, porque «tiene derecho a ser feliz» (como lo dice cansadoramente el estribillo de una melosa canción popular). Esta proposición puede llevarnos a mirar de cerca el término «felicidad». Para situarse en un lugar común de análisis es necesario precisar su realidad, es decir su significado, es decir su definición; y es aquí donde radica gran parte del problema, puesto que el ser humano moderno huye de lo real para manejarse por lo subjetivo-emocional y, a lo más, se conforma con una posición probable. Y así, para algunos ésta no existe, para otros sólo existen momentos de alegría, para muchos la felicidad consiste en los placeres, en la ausencia de aflicciones o en un «buen pasar».

El pensamiento clásico, al estudiar algún objeto del conocimiento, comenzaba preguntándose «an sit», es decir si acaso existe, para luego continuar con «quid sit», es decir su naturaleza. Es claro que el hombre no es libre con relación a la felicidad considerada en común, puesto que de modo necesario, con sus actos voluntarios, siempre se dirige a ella; no es libre para rechazar la felicidad en común ni para renunciar a ella. Sin embargo es libre para elegir los medios, buenos o malos, para conseguirla. La felicidad tiene un componente objetivo, que no es otra cosa que el bien o el objeto que llena por completo el ánimo, y un componente subjetivo que es la posesión y goce del componente objetivo u objeto. Así pues, siguiendo a Santo Tomás en la S.Th I-II, Tratado de la bienaventuranza, la felicidad existe y se la puede definir diciendo que es «el estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien que le llena de dicha y paz». Ahora bien, la perfección de este estado del alma no es posible en esta vida porque la naturaleza de los bienes naturales apetecibles, por los que el hombre se siente tan fuertemente atraído, no reúnen los requisitos necesarios para llenar el apetito. Y entonces ¿cómo ha de ser aquel bien capaz de causar el reposo y el gozo del alma humana? Nuevamente siguiendo a Sto. Tomás, como objeto de la felicidad, el bien plenamente saciativo necesariamente reúne las siguientes condiciones:

· Que sea el bien último, de modo que no se desee en orden a otras cosas o a otro bien más alto.
· Que excluya todo mal
· Que sacie plenamente la sed de felicidad del ser humano
· Que no se pueda perder o no disminuya una vez alcanzado.

Ya podemos advertir que, por ejemplo, ni las riquezas, ni los honores, ni la fama o la gloria, ni el poder, ni la salud corporal, ni los placeres, ni la virtud y sabiduría en sí mismas, ni todos estos bienes simultáneamente concebidos, reúnen las condiciones señaladas con relación al objeto de la felicidad. La razón está en que todos ellos, tomados singularmente o colectivamente, se desean en orden a otra cosa o no es posible poseerlos todos, no excluyen todos los males, no llenan completamente el corazón humano y, por último, fácilmente pueden perderse.

     Entonces, es un grave desorden o, al menos una engañosa ilusión, poner el fin y, así, el bien honesto, de la vida humana en la posesión de los bienes creados o finitos. ¿Significa entonces acaso que, p. ej., en el caso que nos ocupa, “no tenemos derecho a ser felices” cambiando la propia realidad familiar que consideramos o experimentamos desagradable para unirnos a una nueva relación que se presenta gratificante? Sostener que me asiste ese “derecho” significaría que es lícito para mí exigirlo (a algo o a alguien, ya que los derechos son exigibles) aunque en este afán vaya dejando “muertos y heridos en el camino”. Ya hemos visto que depositar el último fin en algún bien finito creyendo que éste nos hará saciativamente felices es una ilusión; y esto nos incluye, a nosotros los seres humanos, en tanto realidades finitas. ¡Sí!, y por tantas razones: nos enfermamos, damos trabajos, somos inestables, perdemos la belleza y la fuerza, con frecuencia somos fuente de grandes desarreglos pasionales y desenfrenos, no pocas veces desilusionamos y causamos dolor y sufrimiento, etc. Por otro lado, constituye un grave desorden moral, toda vez que faltamos a los deberes con relación al prójimo considerado como individuo, miembro de nuestra familia y de la sociedad, deberes que se desprenden del amor (caridad) – otro término tan degradado como la misma felicidad – y de la justicia; y, por sobre todo, porque nos proponemos como último fin una creatura, distinto del único objeto perfecto de nuestra felicidad que es Dios, en tanto no se ordena a ningún otro bien superior, excluye absolutamente todo mal, llena plenamente el corazón humano y, una vez conseguido eternamente no se le puede perder.

Muchas veces, el “exigir este derecho”, tiene su causa en otro movimiento del apetito que suele ser muy arrollador, es decir impulsado por un intenso movimiento pasional que, por lo general, va acompañado por un cortejo de males: ceguera de la razón, precipitación, egoísmo, intereses personales, etc.

La felicidad plenamente saciativa no es posible en esta vida ni en el orden puramente natural. Sin embargo es posible un cierto bienestar y felicidad relativa, mediante el sosiego de las pasiones, la práctica de la virtud y la tranquilidad de la conciencia. Es evidente que nadie escapa, tarde o temprano, a una vida trabajosa y ardua, a todo tipo de adversidades, aflicciones, limitaciones, frustraciones, dificultades y, finalmente a la muerte. Es el carácter de la vida en estado de naturaleza caída. Y, sin embargo, es en medio de esta realidad que, paradojalmente, según un análisis meramente inmediatista, se pone el “problema” de nuestra felicidad. Problema que tiene una sola clave de resolución: la incorporación de la vida sobrenatural, ampliando el término “felicidad” a “bienaventuranza”, perfectamente posible y compatible en medio de las tribulaciones de la vida presente.

El pensamiento clásico, cuyo dogma sostenía la eternidad de la materia y considerando que la vida del hombre estaba comprendida en el círculo de la naturaleza – naturalismo pagano – afirmaba que la felicidad consistía en el goce de los bienes terrenales. Sin embargo este idílico naturalismo era contrariado por un radical pesimismo, toda vez que la experiencia dejaba de manifiesto todo el conjunto de males que acompañan a la materia. En efecto, ayer como hoy y siempre, la materia es el principio de la muerte, de la imperfección, del dolor, de la finitud: fuente de permanente infelicidad y de inquietud (no de paz). Esta frustrante materia y vida natural no tenía otra resolución sino en el «Destino» («Fatum«), es decir era una fatalidad sin solución. Y así lo sentía y pensaba, con relación a la felicidad y a la vida, una humanidad sufriente y desesperanzada. Por ejemplo, en las inscripciones sepulcrales del “Corpus inscriptionum latinarum” leemos: “No llorar; ya no siento el dolor de morir. El verdadero dolor ha sido vivir” (XI, 207), “Esta es la casa eterna, aquí está la cesación del dolor” (VIII, 18608).
La respuesta que dará el Cristianismo sobrepasa la frustración del naturalismo y del materialismo y abre la esperanza de poder liberarse de todo lo inherente a éstos, el dolor y la muerte. En efecto, la materia no es eterna sino, en cuanto creada, contingente ya que no tiene en sí misma la razón de ser y, si Dios ha creado, lo ha hecho por amor, teniendo en vista la felicidad de sus creaturas. El mal, causa de la infelicidad del hombre, ya no tiene origen en la pesada materia, ni en Dios, sino en la misma voluntad del hombre. Luego, si el mal es portador de sufrimiento, dolor y muerte, tiene su origen en algún acto originario del hombre que puso esta condición y que explica su presencia: la caída original. Dios, Bondad Perfecta, creó al hombre en plena felicidad, y sus descendientes estaban todos destinados a la misma felicidad perenne, sin conocer el dolor ni la muerte. Todo esto, no siendo connatural a la naturaleza creada, fue posible por medio de la concesión e incorporación de una realidad suplementaria, puro don gratuito, que lo liberaba de toda imperfección y limitación, y lo capacitaba para la felicidad sobrenatural: la Gracia. Y así hubiese vivido, de no mediar la estupidez de la rebelión, resultado de la soberbia y de la declaración de autonomía. Al hombre, la dependencia le resulta intolerable, toda vez que pone su felicidad en la manos de otro, siendo que ansía ser autosuficiente, es decir ser Dios para sí mismo: “Eritis sicut dii” (Gn III,5). Y he aquí el origen de las tribulaciones: rechazando la Gracia el hombre cayó de una vez en todas las imperfecciones de la pura naturaleza: el sufrimiento, la muerte, la ignorancia, la inclinación al mal. El hombre, cediendo a la seducción de la autonomía, introdujo el mal, causa de la infelicidad. ¿El remedio? Pues, sólo puede venir de Dios; el hombre carece de las fuerzas (sólo naturales) para reparar un desequilibrio sobrenatural: y he aquí la maravilla de la Redención. Dios, prometiendo no abandonar a su creatura, y el infinito nuevamente desciende hasta el hombre. Con la Encarnación Dios adopta ambos extremos que se encontraban separados y volverá a ponerlos en contacto recomponiendo la unión, es decir volverá a recomponer el canal de la Gracia comunicando al hombre, nuevamente, los medios para superar el dolor y la muerte y obtener la salvación (único último fin de la vida del hombre) por medio de la santidad de vida que es, en fin, la bienaventuranza.

Todas los gozos de la vida son santos, con tal que se subordinen a Dios en la vida presente y en la futura. Dios nada niega a su creatura: si no somos felices se debe tan sólo a que queremos ser felices a nuestro modo, buscando la felicidad donde no existe, excluyendo a Dios en nuestros proyectos. El hombre debe vivir y gozar del mundo sin hacerlo un fin para sí mismo. San Jerónimo dirá: “In carne non carnaliter vivere” (Epist. LIV ad Furiam, 9, MIGNE, P. L., 22, col. 554). La recta y sana razón ya, de por sí, es suficiente para elevarnos a descubrir el origen del mal (la voluntad humana) y la insuficiencia de la materia y la simple naturaleza para superarlo; pero he querido desplegar este rodeo para saltar hacia el fondo del problema del dolor y de la infelicidad del hombre y ponerlo en su justa dimensión. Se deja ver que, el hombre o la mujer que deja a su familia persiguiendo una fugaz “felicidad” autorreferente, auto dirigida, autónoma, esperando que otro ser, tan limitado, indigente y carente como sí mismo, o sí misma, le confiera ese “tengo derecho a ser feliz” es o una ciega pasión o una ilusoria expectativa cuya realidad, más pronto que tarde, evidenciará su radical insuficiencia para llenar el corazón humano de dicha y de paz. Por el contrario, ya que todos somos indigentes y necesitados, el acto que nos une es el vínculo del amor de los unos con los otros en Dios y por Dios (Mt XXII, 37-40). Amor que, al contrario de las insinuaciones de las melosas canciones, de las dulzonas teleseries y películas y de las sentimentaloides ensoñaciones del “permanente enamoramiento-encantamiento” (que no hacen sino disminuir nuestra capacidad racional y conducirnos pasivamente a impulsos de las pasiones y emociones), no es otra cosa que procurar y realizar el bien por el otro, en especial para que no caiga y se pierda (sobretodo eternamente), cuidándonos, hasta el sacrificio y el heroísmo personal – que es sublime expresión del amor – de dejar “muertos y heridos inocentes por el camino” (cfr. 1 Cor XIII, 3-8, 13).


“Christus Vincit, Christus Regnat, Christus, Christus Imperat!”

La religión del Vaticano II = Homo denique…postremo colitur

Pablo VI-ONU

Mons. Jean-Joseph Gaume (1802-1879), teólogo católico francés, escribió sobre la revolución: «La Revolución es el odio formal hacia todo orden en que el hombre no sea reconocido como rey y como dios». Por lo tanto la Revolución, antes que un determinado episodio histórico-político, es un espíritu y, como tal, permanente a lo largo de la historia.

Desde el Siglo V, a partir de la Revolución humanística comienza a desarrollarse un progresivo antropocentrismo y el hombre, bajo los principios naturalistas y humanistas comienza a convertirse en el centro de la sociedad y a dejar en el abandono la vida sobrenatural. Hasta el advenimiento, hacia el final del Siglo XIX, de la Revolución modernista la cual, en ámbito católico, alcanza su explosión siguiendo a la muerte de Papa Pío XII; Modernismo que, ya condenado en 1907 por Papa Pío X, es oficialmente admitido, adoptado y reactivado con verdadera virulencia por la doctrina y espíritu del concilio Vaticano II.

Es, propiamente, Pablo VI quien, en su «revolucionario» discurso de cierre del concilio en 1965, da la partida e inaugura oficialmente la nueva religión antropocéntrica – caracterizada por el culto del hombre – que reemplaza, también oficialmente, a la religión católica, teocéntrica:

La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión (porque lo es) del hombre que se hace Dios” (Pablo VI, Discurso de clausura del Concilio Vaticano II). El origen gnóstico y cabalístico de este hombre que se hace Dios será analizado en una próxima entrada)

Luego, Pablo VI admite y confirma que, la nueva fe humanitaria-humanística, es la fe que profesa la doctrina del concilio Vaticano II, esto es, la divinización del Hombre, el éxito final y devastador del espíritu revolucionario, por largos siglos trabajado y, por fin, alcanzado… El hombre se reconoce como Dios y reproduce el contenido de la caída del hombre en el origen, asintiendo a la insinuación de la serpiente: “Eritis sicut dii” (Gn 3, 5)(“Seréis como dioses”) en el orgullo y la desobediencia.

Y continúa Montini:

«En este concilio la Iglesia cuasi se ha hecho esclava de la humanidad».

Nótese la oposición con el consentimiento solemne de María que, en la Anunciación, proclamó: «Ecce ancilla Domini!» (Lc 1, 38) es decir, «¡He aquí la esclava del Señor!» (no del hombre). El resultado de este sometimiento de la Iglesia a la humanidad es la subordinación de la Iglesia al hombre.

Y sigue:

«Humanistas del Siglo XX, reconocéis que también Nos poseemos el culto del Hombre«

 Se trata de un programa articulado en etapas, finalizado a la destrucción de la Iglesia Católica y a la instalación de la iglesia humanística-humanitaria a-dogmática. Desde la elección del modernista Juan XXIII, de corto reinado pero útil para establecer la “nueva constitución” sobre la cual llevar a cumplimiento, en una etapa sucesiva, los nuevos principios por medio de la nueva praxis. Esta fase “ejecutiva”, al momento actual, alcanzó su máxima y devastadora expresión en las declaraciones y obra del “santo” K. Wojtyla quien se encargó, con arrolladora eficiencia, de llevar a cabo todos y cada uno de los rasgos y contenidos liberales-modernistas condenados por los Papas desde el Siglo XIX, especialmente por Pío IX, en 1864, con la Encíclica Quanta Cura y Syllabus, así como porSan Pío X, en 1907, con el Decreto Lamentabili Sane Exitu y la Encíclica Pascendi .

» La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal.» (Gaudium et Spes, n. 17)

En los documentos conciliares promulgados por Montini existen varios términos y conceptos muy queridos por los innovadores, que explican el desarrollo de la nueva doctrina. Con relación al carácter humano y al culto del hombre de la nueva religión se advierte la alta prevalencia, p. Ej., del término dignidad del hombre, que aparece 96 veces, la mayoría de ellas en la Constitución Gaudium et Spes que trata, justamente, de la Iglesia en el mundo actual. Aquí, dejando de lado una gran cantidad de errores que sobreabundan en estos documentos y que podemos abordar en otra sede, nos podemos detener un poco en este aspecto específico, tomando como referente a Karol Wojtyla, por ser el más representativo en las consecuencias.

Aunque el lenguaje de los documentos del concilio Vaticano II está difuminado en un estilo tendenciosamente ambiguo, estilo que la Iglesia nunca empleó, es posible descubrir que, en el espíritu de este concilio, se ha de entender por “excelsa” dignidad del hombre su facultad de regirse su propia determinación y gozar de libertad (DH 11) condición esta que ni siquiera Dios puede condicionar, toda vez que Él tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que Él mismo ha creado (DH 11), porque todos han sido creados a Su imagen y semejanza (GS 24). Por otro lado, en la “doctrina” del ese concilio se puede leer que la semejanza no sólo tiene una valencia individual, sino además colectiva, puesto que “…sugiere [Cristo] una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás(GS 24).

Esta base doctrinal da pie a K. Wojtyla para desarrollar “usque ad supernam exaltationem” su aberrante y monstruosa divinización de la persona humana, en la línea del concilio.

Veamos primero la enseñanza ortodoxa y auténtica de la Iglesia:

Es una verdad divinamente revelada que el primer hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26). La imagen: Los seres irracionales no son a imagen y semejanza de Dios, en ellos solo existe un vestigio del Creador (S. Th. I, 93, 2). Los Ángeles, sobretodo, y luego también el hombre, son a imagen de Dios (imago creationis) (S. Th. I, 93, 3); no en el cuerpo sino en el alma intelectual ((S. Th. I, 93, 6). La esencia del alma humana es imagen de la unidad de la naturaleza divina, y las potencias, son imagen de la Trinidad de las Personas. La semejanza: los Ángeles y los hombres pueden, luego, ser a semejanza de Dios en la Gracia, que es al modo de una segunda creación (imago recreationis), pero ahora sobrenatural, la cual será consumada en la Gloria (Imago similitudinis). Ahora, esta semejanza no es común a todos los hombres ((S. Th. I, 93, 4) sino sólo a quienes están en gracia de Dios: ésta semejanza puede ser adquirida (por el bautismo, la confesión sacramental), pero también se puede perder (por el pecado mortal). La dignidad: este concepto está unido a la Gloria extrínseca de Dios (no a la Gloria que le es propia por esencia), es decir a la Gloria que reflejan las criaturas; y así, San Pablo en 1 Cor XI, 7 dice que “vir…Imago et gloria Dei est” (“El hombre es la gloria de Dios”) en cuanto el esplendor (claritas) de Dios refulge en el hombre. Luego, el hombre es la gloria de Dios sólo en cuanto la gloria de Dios se refleja en él, que fue creado a Su imagen, y sólo en cuanto el hombre manifiesta Sus perfecciones, no sólo por el mero hecho de vivir (como los irracionales) sino reconociéndolo, alabándolo y amando la perfección divina, que es el fin para el que fue creado. Cuando el hombre no cumple este fin y, mediante esto salvar su alma, no procura la gloria externa de Dios y, por el pecado, decae en su dignidad, la cual recibió de Dios; y dice Santo Tomás: “Por el pecado el hombre abandona el orden de la razón; por eso decae en su dignidad humana…degenerando en la subordinación de las bestias…de hecho, un hombre malvado es peor y más dañino que una bestia” (Santo Tomás, S. Th, II – II, 64, 2, ad 3). La persona: La doctrina católica enseña (como lo señalamos en una entrada anterior) que la persona es naturae rationalis individua substantia(substancia individual de naturaleza racional) concepto que se remonta a Boecio y que ha hecho suya la filosofía católica con Santo Tomás a la cabeza, quien perfeccionándola y para incluir también la personalidad de los seres espirituales y la subsistencia – Dios y el ángel – define como subsistens in natura rationali vel intellectuali; de este modo, el Doctor común de la Iglesia señala los dos aspectos esenciales e indispensables para tener una persona: el aspecto ontológico con el subsistens (abandonado por los innovadores) y el aspecto psicológico con rationalis vel intelectualis (tan querido por los teólogos modernistas que siguen a los filósofos contemporáneos cuando hablan de la persona: la autoconsciencia, la libertad, la comunicación, la vocación, la participación, la solidaridad, etc.)

¿Qué es lo que “enseña” K. Wojtyla, acerca del hombre, fiel ejecutor del “vamos” de Pablo VI y de los “principios” del “concilio”? Bueno, antes que nada escuchemos las propias palabras del entonces “cardenal” Wojtyla, futuro “papa” y “santo”, acerca del Vaticano II: “El concilio Vaticano II fue un concilio personalista” (En Esprit et en Vérité, ed. Le Centurion, 1980, p. 234); juicio frecuentemente repetido por Wojtyla aplicado a otros documentos de su pontificado, p. Ej., en la Carta a las Familias de 1994 en donde leemos: “Nos encontramos también sobre las huellas de la antítesis entre individualismo y personalismo. El amor, la civilización del amor, se relaciona con el personalismo” (C.F., n. 14). Digamos en passant que Juan Pablo II, en sus documentos, tiene más la semejanza de un filósofo, que expone sus tesis personales, antes que la de Supremo Magisterio de la Iglesia. Al reflexionar sobre la persona humana él dice que “la clave interpretativa está en el principio de la ‘imagen’ y de la ‘semejanza’ de Dios” (C.F., n. 6) y agrega en el mismo número: “Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el «Nosotros» divino. De este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano.” Para llegar a la corona de su desarrollo personalista, J. P. II aplica esta tesis (que pretende ser Magisterio) a la naturaleza de la familia humana; a tal punto de llegar a manipular las perícopas de Gn I, 27: “­­Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó” (Gn 1, 27), con la finalidad de unir artificiosamente las perícopas resaltadas en negrita y hacer residir la imagen del hombre, en su dualidad varón-mujer, en el Nosotros divino; en otras palabras, el hombre sería semejante a Dios en ser varón y mujer; y concluye en el n. 6: “El «Nosotros» divino constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios”; con lo cual establece la imagen y la semejanza en la relación de las Personas divinas y no en la esencia Trinitaria y, de paso, como fiel discípulo del misticismo gnóstico neoplatónico eslavo de Soloviev, intenta introducir el “femenino” en Dios, lo cual no es posible porque Dios es espiritual, en cambio lo masculino y lo femenino es biológico y finalizado a la generación corporal; intento que vemos confirmado en varios otros pasajes de la Carta a las Familias, sobre la base de manipular Ef III, 14s. Todo lo cual está forzado para, finalmente y una vez más, hacer residir la imagen y semejanza de la creatura con el Creador en las Personas antes que en la naturaleza divina; persona que, como dice G.S., n. 24, fue creada por Dios finalizada a sí misma.

El Vaticano II, en el cual tomó parte el “teólogo” Wojtyla, exaltando la divinizada dignidad de esta concepción de la persona humana, dice que: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.” (Gaudium et Spes, n. 22). Con lo cual se nos quiere decir que la Revelación no consiste en que Cristo nos haya revelado a Dios y sus misterios (como respondería un católico), sino que, Cristo revela plenamente el hombre al hombre con el fin de hacerle explícita su altísima vocación (que en otra sede podemos extendernos en su carácter neo-gnóstica) porque, como quiere Pablo VI, Cristo “es un experto en humanidad”, luego, la Revelación no es teológica sino antropológica. Ahora, a partir de este principio, Wojtyla lleva su anonadamiento sobrenatural a su clímax, y va más lejos diciendo: “El «amor hermoso» comienza siempre con la auto-revelación de la persona. En la creación Eva se revela a Adán” (C. F., n 20).

En el número 8 de la Carta a las Familias (C. F.) el teólogo K. Wojtyla nos ofrece información adicional acerca de lo que Cristo revela sobre el hombre: “El Concilio Vaticano II…se refiere a la imagen y semejanza divina que todo ser humano ya posee de por sí…” Habíamos señalado más arriba que la Iglesia enseña sin error que la semejanza con Dios sólo es conferida por la Gracia santificante, la cual no es poseída por todo hombre, mucho menos “de por sí”. También, J. P. II, en el número 2 de la C. F., nos recuerda lo que el Concilio Vaticano II afirma de Cristo diciendo que: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». (Gaudium et Spes, n. 22). Queriendo decir que, prescindiendo de la Gracia, y por el sólo efecto de la Encarnación, Cristo ya está incorporado en la genealogía de todo hombre, incluso sin que éste lo sepa, e incluso si éste lo rechaza, y así: “Se trata de ‘cada’ hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre…»(Juan Pablo II, Redemptor Hominis, n. 13)

 En este ascenso en la promoción “divinizante” del hombre, muchas veces y en distintos documentos e intervenciones, Wojtyla aumenta la dosis repitiendo una de sus frases conciliares más queridas:

Esta semejanza demuestra que el hombre, [es la] única criatura sobre la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (Gaudium et Spes, n. 24)

Es decir, estábamos equivocados siguiendo la enseñanza de la Iglesia, creíamos que el hombre en la tierra está ordenado a Dios, querido por [razón de] Dios. Wojtyla y el Vaticano II nos quieren sacar de esta inocencia ya que, por el contrario, el hombre ha sido querido por sí mismo. La preposición por indica finalidad: el hombre estaría finalizado a sí mismo; J. P. II, el santo, nos lo aclara en el n. 9 de la Carta a las Familias: “En la personal constitución de cada uno está inscrita la voluntad de Dios que quiere al hombre, en un cierto sentido, finalizado a sí mismo. Dios entrega al hombre a sí mismo”. El fin de la vida humana sería ella misma (no Dios). Ahora, si vamos a filosofar, sabemos que la sana filosofía enseña que el fin, o es intermedio, o es el último fin; según el Vaticano II y Wojtyla ¿El hombre sería entonces un fin intermedio o el último fin (es decir, Dios)? Veamos lo que responde nuestro “santo”, y cómo vincula este fin a la tan sorprendente dignidad de la persona: “La persona jamás puede ser considerada como un medio para alcanzar un fin…Ésta es y debe ser sólo el fin de todo acto. Tan sólo entonces la acción corresponde a la dignidad de la persona” (C. F., n. 20); pecado que precisamente ésta sea la definición del último fin, es decir, Dios. ¡Quedamos atónitos, desconcertados, estupefactos! sobretodo al seguir escuchando a nuestro “papa”: “Nadie tiene derecho de servirse de la persona, de usarla como un medio, NI SIQUIERA DIOS, SU CREADOR.” (Cf. Amor y Responsabilidad, Ed. Marietti, 1980, p. 19); este es, precisamente, el principio o la norma personalística establecida por Kant en su formulación del imperativo categórico; luego es la norma personalística Kantiana-Wojtyliana, que es la inversión del principio católico enseñado por Santo Tomás, quien dice “Dios es la causa final de todas las cosas” (I, 44, 4). Además Wojtyla se opone a la Escritura, que testifica “El Señor ha obrado todas las cosas POR SÍ MISMO (Propter semetipsum)” (Prov XVI, 4). Y también niega la declaración infalible del Magisterio, que dice “No para aumentar su beatitud ni para adquirir perfección, sino para manifestarla por medio de los bienes que da a las criaturas” (Concilio Vaticano I, 3ª Sesión, cap. I) por lo cual “quien negare que el mundo haya sido creado para gloria de Dios, sea anatema” (Concilio Vaticano I, can. 5). Luego, sea lo que sea que quiera Wojtyla, Dios es el fin del mundo y de todas las cosas creadas, espirituales (ángeles, alma humana) y materiales, que éste contiene.; por lo tanto también de la persona humana. Y entonces, si el hombre no es el último fin, ¿es un medio? En efecto, el hombre es un medio por el que Dios manifiesta la propia gloria y bondad, de nuevo contra lo que quiera pensar Kant-Wojtyla. El fin de las creaturas es la glorificación de Dios (no del hombre) según su propia naturaleza: conscientemente los seres racionales (los ángeles y el hombre), inconscientemente los demás. Cabe recordar que se trata de la gloria externa de Dios, no de su propia Gloria esencial, a la cual nada puede manifestar la creatura y es propia de Dios. En cuanto al hombre, sólo cuando la gloria de Dios se refleja sobre él éste es la gloria de Dios, creado a Su imagen y semejanza; la gloria externa de Dios, entonces, consiste en la manifestación de las perfecciones de Dios por parte del hombre y el resto de las criaturas; y el hombre, en cuanto racional, glorifica a Dios “reconociendo, alabando y amando la perfección divina” (Cf. Merkelbach, I, n. 10, 3), lo cual, a su vez es el fin por el que el hombre fue creado. Tal como vimos más arriba, cuando el hombre no realiza este fin, no procura la gloria de Dios y, con el pecado, decae de su dignidad, justamente, derivada de Dios. Así, es imposible que existan dos fines últimos; o es Dios o es otra cosa diferente de Dios, p. Ej., el hombre, como lo quiere Kant-Mounier-Wojtyla.

 Bien, creo que ya es hora de finalizar esta entrada dedicada a la inauguración e implementación de la religión y del culto del hombre sobre la base de las “novedades” fijadas por el Concili-ábulo Vaticano II. No lo podría hacer sino citando, por último, la siguiente “joyita” wojtyliana: “…en el momento mismo de su concepción el hombre ya está ordenado a la eternidad en Dios” (C. F., n. 9), ¡A tanto llega la dignidad de la persona humana! probablemente porque, si hemos seguido su “enseñanza” de fuerte sabor gnóstico-esotérico-mistérico, “con la Encarnación Cristo se ha unido, de algún modo, a todo hombre” (G.S., n. 22). Veamos esto de más cerca. La sana doctrina puede conceder, por cierto, que el hombre esté en potencia ordenado a Dios como su último fin; en acto, ya estando unido a Dios, ¡No! Es más, al nacer no se encuentra en estado de orden [a Dios] sino de des-orden y de pecado: el pecado original. Por lo cual, no es cierto que la persona, apenas concebida se encuentre en acto ya consagrada y santificada, antes tendrá que recibir la Gracia Santificante por medio del Bautismo.

Me auxilio de las palabras de San Pablo: “No os engañe nadie en ninguna manera [con falsa doctrina, con falsas apariencias, con falso culto]; porque no vendrá [Cristo] sin que venga antes la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, oponiéndose, y levantándose contra todo lo que se llama Dios, o divinidad; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose parecer Dios [el Hombre deificado por la nueva iglesia Conciliar]”. (2 Tes I, 11).

A continuación incluyo algunas otras declaraciones “vaticano-segundistas” relacionadas con el mismo tema. Cada una de ellas puede, en sí misma, ser refutada adecuadamente desde la fe católica:

  • «Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa…el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana.» [Dignitatis Humanae, n. 1)
  • La declaración de este Concilio Vaticano, en cuanto al derecho del hombre a la libertad religiosa, tiene su fundamento en la dignidad de la persona…” (DignitatisHumanae, n.9)
  • Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil” (DignitatisHumanae, n. 2)
  • Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.” (Gaudium et Spes, n. 12)
  • Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz y a ella pertenecen de varios modos y se ordenan, tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.” (Lumen Gentium, n. 13)
  • Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación” (Gaudium et Spes, n. 3)
  • El Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época.” (Gaudium et Spes, n. 10)
  • La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la inteligencia hacia soluciones plenamente humanas” (Gaudium et Spes, n. 11)
  • La Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.” (Gaudium et Spes, n. 11)
  • “…todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo…” (Gaudium et Spes, n. 21)
  • Lamenta, pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas autoridades políticas, negando los derechos fundamentales de la persona humana, establecen injustamente.” (Gaudium et Spes, n. 21)
  • Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas” (Gaudium et Spes, n. 26)
  • “…es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa.” (Gaudium et Spes, n. 28)
  • “…la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa.” (Gaudium et Spes, n. 29)
  • La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre.” (Gaudium et Spes, n. 35)
  • La Iglesia, «entidad social visible y comunidad espiritual», avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo.” (Gaudium et Spes, n. 40)
  • Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, cree poder contribuir mucho ala humanización dela familia humana y de toda su historia.” (Gaudium et Spes, n. 40)
  • «Tiene asimismo [la Iglesia] la firme persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y de toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede ayudarla mucho y de múltiples maneras en la preparación del Evangelio» (Gaudium et Spes, n. 40)
  • «[La Iglesia] respeta santamente la dignidad de la conciencia [del hombre] y su libre decisión.» (Gaudium et Spes, n. 41)
  • «…en esta misma ordenación divina, la justa autonomía…sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.» (Gaudium et Spes, n. 41)
  • «La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos.» (Gaudium et Spes, n. 41)
  • «De esta manera somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.» (Gaudium et Spes, n. 55)
  • «…la misión que les incumbe [a los cristianos] de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano.» (Gaudium et Spes, n. 57)
  • «…para descubrir [el cristiano] el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre.» (Gaudium et Spes, n. 57)
  • «Todo esto pide también que el hombre…pueda investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su opinión.» (Gaudium et Spes, n. 59)
  • «Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana…» (Gaudium et Spes, n. 74)
  • «El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver.» (Gaudium et Spes, n. 75)
  • «…el Concilio, pretende ayudar a todos los hombres de nuestros días, a los que creen en Dios y a los que no creen en El de forma explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su entera vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre, tiendan a una fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo el impulso del amor, con esfuerzo generoso y unido, respondan a las urgentes exigencias de nuestra edad» (Gaudium et Spes, n. 91)
  • «La Iglesia…se convierte en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.» (Gaudium et Spes, n. 92)
  • «En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos [los que creen en Dios] cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la edificación del mundo» (Gaudium et Spes, n. 92)
  • «Los cristianos…no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy» (Gaudium et Spes, n. 93)
  • «…el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres.» [Nostra Aetate, n. 3]

 

¡Mater adspice, Virgo respice

Audi nos, O Maria,

Per Te speramus, ad Te clamamus,

Ora, ora pro nobis!

Si en algo falto a la Fe católica ruego de corazón corregirme

La Fe y la Gracia en la situación actual de la Iglesia

Sacramentos

     Una de las situaciones más aflictivas y uno de los dolores más apremiantes – después de perder la caridad por el pecado mortal – para un católico es carecer de los canales regulares de la gracia, necesarios tanto para recuperar el estado de justicia cuando lo perdemos como para conservarlo cuando lo tenemos y perseverar en éste hasta el fin.

     El justo posee un organismo natural, común a todos los hombres – cuerpo, alma y facultades naturales (la razón y la voluntad) con sus operaciones – ordenado a su perfección natural; y un organismo sobrenatural – alma, gracia santificante y virtudes y dones del Espíritu Santo con sus operaciones – ordenado a su fin y perfección sobrenaturales.

     Sabemos también, contra el error de De Lubac, que nada hay en la naturaleza del hombre que exija o reclame el orden sobrenatural. Por lo tanto la elevación a este orden sólo puede ser recibido como gracia de parte de Dios, toda vez que supera infinitamente las exigencias de nuestra naturaleza.

     Así mismo sabemos que el hombre, cuando ha perdido en su alma la gracia, es como un “cadáver” espiritual, puesto que queda privado de la causa formal de la vida sobrenatural (así como lo es el alma con relación al cuerpo en la vida natural, el cual muere si aquélla se separa de él); y por lo tanto nada puede merecer en cuanto a su santificación ni a su salvación mientras permanece en aquel lamentable estado, ya que el hombre, con sus solas fuerzas naturales, no puede producir obras meritorias para la vida eterna: el mérito supone la gracia.

     El pecado, en tanto «aversio a Deo et conversio ad creaturas» (aversión a Dios y conversión a las criaturas), siendo el único mal verdadero que puede sufrir el hombre, a modo de “suicidio espiritual” del alma, es también lo único que nos priva de la gracia, raíz de la vida divina; junto a esta pérdida y grandísima ruina perdemos también todo mérito sobrenatural. El hombre, en el origen, fue privilegiado con el estado de justificación por Dios pero, con su prevaricación perdió el estado de gracia y el derecho a la gloria los cuales, en virtud de la obra redentora de Jesucristo, podemos recuperar tan sólo por dos medios, que son los llamados sacramentos “de muertos (espirituales)”: el Bautismo en el inicio de la justificación y el sacramento de la Confesión si acaso volvemos a caer ya bautizados.

     Ahora bien, volviendo al principio de esta entrada, no puede ser más aflictiva la actual situación que aqueja al católico, a causa de la orfandad en que nos encontramos por la defección post-conciliar de la Autoridad en la Iglesia, en cuanto a la distribución de los medios de salvación y canales de la gracia divina, cuales son los Sacramentos. En efecto, siendo imposible perseverar en la justificación sin el constante auxilio de la moción divina en el alma, el acceso a sacramentos válidos es, literalmente, “vital”; tanto con relación a los sacramentos “de muertos” (el Bautismo y la Confesión) necesarios para obtener la gracia y para recuperarla, como con relación a los sacramentos “de vivos” (El Orden, La Eucaristía, la Confirmación, la Unción de los enfermos y el Matrimonio) para conservar, alimentar y desarrollar la perfección cristiana. Todos estos medios de santificación pudo Cristo dispensarlos directamente, sin embargo quiso administrarlos por medio de una institución fundada directamente por Él, la Iglesia Católica, en la cual los depositó para todo el que crea se salve. Siendo Cristo el autor de los sacramentos y el ministro invisible de su Iglesia (Él es quien bautiza, quien confirma, quien perdona, etc., aunque por medio de hombres que Él estableció en el sacramento del Orden como ministros externos) puso sobre su Iglesia, que Él gobierna invisiblemente por medio del Espíritu Santo, a un hombre como su Vicario y Ministro visible, es decir a Pedro y sus sucesores. Luego, hay sólo una realidad donde se encuentra el depósito de la revelación y de la gracia, ésta es la Iglesia fundada sobre Pedro y en unión con él.

     El problema está en que actualmente, con excepción del Bautismo y, probablemente, del Matrimonio, quien quiera profesar la Fe y recibir los auxilios divinos sin los cuales nada meritorio podemos en el orden sobrenatural, se encuentra ante una trágica dificultad. Por un lado están los católicos «costumbristas» que, ya sea por pasiva confiabilidad o por ignorancia culposa, siguen incondicionadamente tanto las enseñanzas como la liturgia de la «iglesia conciliar», por otro lado están (potencialmente) quienes quisieran convertirse o profesar la religión católica y también, en fin, los católicos que quieren mantenerse fielmente e integralmente católicos y que, para ello, encuentran un impedimento insalvable para unirse a la iglesia oficial. El primer grupo cree seguir la sana doctrina y recibir sacramentos válidos, hipotecando descuidadamente y negligentemente su santificación y su salvación. El segundo grupo, si instruido, no sabrá adonde recurrir para encontrar el depósito de la Fe, la regla de la Fe, y los sacramentos. El tercer grupo, sabiendo que la Iglesia Católica es indefectible, llorará no tener fácil acceso al Pusillus Grex Militans, es decir al «Pequeño Rebaño Militante» que mantiene la Missio, aunque no la Sessio, en orden a recibir válidos sacramentos.

     Y ¿cuál es la causa de toda esta situación tan aflictiva y sin precedentes en la historia de la Iglesia Militante? Esto se debe a que la Iglesia fundada por Jesucristo, la Iglesia Católica, al menos desde la promulgación de los documentos del Concilio Vaticano II, quedó casi escondida y velada, reducida a un puñado de obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, pero que continúa celebrando la Oblatio Munda que es el Santo Sacrificio, el cual no debe cesar hasta el fin de la historia. En cambio, no es posible seguir a la iglesia oficial, toda vez que ésta profesa otra religión (ecuménica, conciliar, o como se la quiera llamar) y no es Pedro quien la gobierna.

     Abordaré la validez de los sacramentos actualmente en una próxima entrada en este blog, así como qué hacer, en caso de no tener acceso a la Santa Iglesia Católica, confinada, desplazada de sus lugares santos, y abusivamente usurpada por los modernistas de la secta ecuménica.

     Hemos dicho que el hombre, llamado gratuitamente por Dios a la vida divina, en el actual estado de naturaleza caída, aunque no irremediablemente perdida, necesita para del auxilio de la gracia, toda vez que el fin a alcanzar (en el orden sobrenatural: la propia santificación y la vida eterna) supera a la naturaleza – en el estado de inocencia original no eran necesarios los sacramentos, ni como remedio del pecado ni como auxilios para la perfección del alma. También indiqué que este auxilio divino quiso Dios que brotara de los méritos de la Redención y dispensado al género humano mediante signos sensibles instituidos por Nuestro Señor Jesucristo para producir la gracia de Dios en el alma humana, éstos son los Sacramentos que han de ser válidos y administrados en la fe católica y en la única institución divinamente constituida, la Iglesia Católica.

     Hasta aquí todo funcionaría fluidamente y regularmente, y todo acontecería como en tiempos normales, si la Santa Iglesia Católica, a causa de la defección de la autoridad entregada a las insidias del enemigo de Dios y del hombre, no hubiese sido empujada por el odio de la revolución modernista a la más trágica y lamentable de las tormentas jamás sufrida en su historia.

     En realidad, en su raíz y esencia,  el problema concierne totalmente a la Fe; en su raíz porque es el origen de las consecuencias, y en su esencia porque es la naturaleza del problema. En efecto, si la fe que profesa y comunica la iglesia conciliar ya no es la Fe católica, entonces la gracia es incomunicable, puesto que sus sacramentos serían inválidos; es decir éstos serían tan sólo ceremonias y signos que no significan ni producen la gracia en el alma; y quien se acerque a recibirlos, aunque con confiada disposición, podrían sentirse sacramentalmente receptores de la gracia en fuero interno, pero en realidad nada habrían recibido en el plano objetivo. Es así que, esta nueva religión (modernista, ecuménica, conciliar, etc.) necesita una nueva iglesia con una nueva doctrina, nueva disciplina (nuevo código de derecho), nuevo culto (la cena del Señor, no el Sacrificio) y nuevos «sacramentos».

     Exponer la no catolicidad de los contenidos a creer de esta nueva fe escapa, por ahora, al espacio de la presente entrada; sin embargo podemos ahora referirnos a la nueva liturgia y a los nuevos sacramentos, y así advertir que no pertenecen a la fe católica (Lex orandi, lex credendi).

     La iglesia conciliar, fiel a su único dogma que es el falso ecumenismo, necesitó de nuevos sacramentos, para lo cual alteró y adulteró los sacramentos católicos, principalmente en su forma, en las ceremonias y oraciones, y en la intención. Brevemente podemos examinar este aspecto.

     Importancia y dramatismo especial reviste la situación respecto a la invalidez del nuevo sacramento del Orden, cuyo rito fue aprobado y promulgado por Pablo VI el 18 de Junio de 1968. Esto es crucial, ya que si desde aquella fecha los “ordenados” con el nuevo rito no han sido válidamente ordenados, entonces estos “ministros” no pueden hacer («haced esto…») el Sacrificio de la Misa Católica y tampoco administran sacramentos válidos, con excepción del Bautismo y, probablemente, el Matrimonio. Se comprende entonces que, demolido el Sacrificio, viciada la validez del Orden sacerdotal, destruida la sana Doctrina y viciada la validez de los Sacramentos que dependen del verdadero sacerdocio estamos, por una misteriosa permisividad divina, ante la conspiración diabólica casi perfecta, sobre todo porque, destruida la Misa y el Sacerdocio según el Orden de Melquisedec, en realidad se ha destruido casi todo.

     Existe abundancia de tratados serios y confiables de doctos autores católicos que se han ocupado de estos temas, lo cual excede largamente el espacio y la intención de este blog, comenzando por el célebre “Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae” (de fácil acceso en internet en su traducción española) que, con la impronta teológica del destacado teólogo dominico Mons. Michel Guérard des Lauriers, los Cardenales Alfredo Ottaviani y Antonio Bacci presentaron a Paulo VI en 1969, para representar el abandono de la teología católica en la nueva «misa» operada por la reforma litúrgica  como producto del “concilio Vat. II”. Pretendo despertar el interés por instruirse sobre el estado actual de la religión católica, y ayudar a advertir el grave peligro de hipotecar la justificación y la salvación por comodidad, ignorancia o tibia confianza, siguiendo una falsa religión con apariencia de verdadera, por aquello de San Pablo: “Sin la fe es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6) y aquello de “Si un ciego guía a otro ciego ambos caerán en la fosa” (Mt 15,14).

     No hemos nacido sino para alcanzar la vida y la gloria eternas en la clara visión de Dios; éste es el fin supremo de la vida del hombre como homo viator. Toda la vida terrena del hombre consiste en el mérito para alcanzar este fin sobrenatural que es, a la vez, su supremo bien; subordinada a este fin supremo el hombre puede también conseguir una felicidad relativa en la tierra, compatible con éste mediante el progreso en la perfección cristiana. Todo lo cual es imposible, y hasta mortífero (es decir causante de la muerte) si el hombre se adhiere al error, aunque sea por comodidad y negligencia, si sigue el error diabólicamente presentado y practicado por la secta de la nueva iglesia conciliar (la más grande secta de todas en la historia, pues cuenta con billones de adherentes en el mundo) y que abusivamente se autodenomina católica. La Iglesia integralmente Católica fue fundada personalmente por Jesucristo, Redentor de la humanidad, para conducir al hombre a la gloria eterna mediante los auxilios sobrenaturales que le dispensan los sacramentos válidos y la adhesión a las verdades de la Fe, en obediencia a su Magisterio infalible.

     ¿Qué hacer en medio del desastre, puesto que la mayoría del puñado de católicos se encuontra en la total orfandad pastoral y magisterial a causa de la privación de la Autoridad en la Iglesia?

     Para quienes no pueden acceder a los escasos Obispos, sacerdotes y templos que se mantienen fielmente católicos para recibir los medios necesarios para la vida de la gracia, quedan aún algunos recursos a los que podemos recurrir para no claudicar y, si caemos, volver a levantarnos; aunque conscientes de que, en tal estado, sólo se salvarán los más fuertes ya que la militancia es mucho más difícil.

     El Concilio Vaticano I dice “Mas porque sin la fe es imposible agradar a Dios (Hb 11,6) y llegar al consorcio de los hijos de Dios, nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverare en ella hasta el fin” (DZ 1793); es decir, quien carece de la fe viva (los no bautizados, los herejes, los apóstatas, los cismáticos, los que están en pecado mortal) carece también de la gracia y de ninguna manera se puede salvar. Además, el Concilio de Trento enseña que la fe es el comienzo, fundamento y raíz de la justificación (DZ 801): el comienzo porque establece el primer contacto entre Dios y el hombre; el fundamento porque todas las demás virtudes, incluida la caridad, presuponen la fe, de modo que sin la fe es imposible esperar ni amar a Dios (nadie ama lo que no conoce); es la raíz porque de la fe, imperada por la caridad, brotan y viven las demás virtudes. Luego, por su importancia indispensable para la vida cristiana, debemos conservar la Fe, entendida no como un vago sentimiento religioso o como una cierta subjetiva experiencia de la conciencia – como quieren los modernistas – sino como aquella “virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y la ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero todo lo que por Él ha sido revelado…por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos». Luego la Fe consiste, objetivamente, en el libre asentimiento del entendimiento, movido divinamente por Dios (no por la operación de hombre), a las verdades contenidas tanto en la palabra de Dios como transmitidas por la Tradición y que la Iglesia por su Magisterio infalible propone como divinamente reveladas. Entonces, lo primero en esta difícil situación será mantenerse firmes en la Fe católica, a la vez que huir y resistir los errores contra ella enseñados por la iglesia conciliar, errores conducentes a los más graves pecados contra la Fe, a saber, la apostasía y la herejía, miserables delitos propagados como frutos envenenados del Vaticano II.

     Una importancia especial reviste el sacramento que, por su dignidad y perfección, es el más excelente de todos, éste es la Eucaristía, porque contiene al mismo Cristo y es el fin de todos los demás sacramentos. Y aquí es donde asistimos con estremecimiento a una de las más terribles aflicciones y a uno de los más graves problemas que pone a la conciencia del católico la falsa reforma litúrgica promulgada por Paulo VI. En efecto, el católico no puede participar ni comulgar de la “misa” actual, como tampoco de la llamada Misa tradicional, pero en la cual se mencione al “papa” Jorge Bergoglio en el Canon de la Misa. La razón, en el caso la actual “misa-cena» reformada, es que tanto la definición de esta «misa», como sus fines y su naturaleza, se alejan de tal modo tanto en su conjunto como en el detalle de la teología católica de la Misa que ésta ha pasado a ser otro rito, perteneciente a otra religión. Y en el segundo caso, la Misa tradicional con mención del “papa” actual en el Canon, aunque ésta «parezca» ser la Misa católica, sin embargo, por no ser Jorge Bergoglio (ni los papas post conciliares) ni la Autoridad ni formalmente el Vicario de Cristo en la tierra, quien asista a esta misa – como lo demuestra Mons. Guérard de Lauriers – se mancha con los delitos de Cisma (por estar la iglesia oficial en estado de cisma capital) y de Sacrilegio, toda vez que participa de una acción que debiendo ser sagrada no es pura. Podemos, a lo más y por graves razones de compromisos familiares y sociales, asistir a estas “misas”, manifestando explícitamente que sólo asistimos pero no participamos.

     Tampoco debemos recurrir, con excepción del Bautismo, a los demás “sacramentos” administrados por los “sacerdotes” del denominado Novus Ordo, dado que han sido inválidamente ordenados, por lo tanto no son sacerdotes ni administran sacramentos válidos portadores de la gracia.

     En fin, tenemos al alcance de todos un valiosísimo recurso, que cobra un especial valor en el estado de privación en que nos encontramos: la oración, la cual, como enseña Santo Tomás, está dotada de cuatro efectos saludables: satisfactorio, meritorio, impetratorio y el de producir una cierta refección espiritual. Además la oración, en virtud de las promesas de Dios, posee un eficacia infalible cuando está revestida de las debidas condiciones (cfr. Mt 7,7-8; 21,22. Jn 14,13.14; 15,7; 15,16; 16,23-24. 1Jn 4,14-15); nuevamente citamos a Santo Tomás: “En consecuencia, siempre se consigue lo que se pide, con tal que se den estas cuatro condiciones: pedir para sí mismo, cosas necesarias para la salvación, piadosamente y con perseverancia” (ST, II-II,83,15 ad a.). Y entre las cosas que debemos pedir urgentemente en caso de caer en pecado mortal y en ausencia del sacramento de la Penitencia (ya sea éste actualmente inválido o administrado ilegítimamente por algún sacerdote inválidamente ordenado) es la gracia de una perfecta contrición sobrenatural para recuperar cuanto antes la amistad con Dios, que comprende el dolor y la detestación de los pecados cometidos, en cuanto son ofensa a Dios, el propósito de confesarse (aunque sea físicamente o geográficamente imposible de manera válida, ya que la contrición incluye este propósito) la reparación de la ofensa y el firme propósito de no volver a pecar.

     Y he dejado para el cierre, la excelsa y santa devoción a María, cuyos títulos y grandezas derivan del magnífico hecho de su maternidad divina. La inmaculada y llena de gracia (donde está la plenitud de la gracia no existe el pecado, ni actual ni original), divinamente asociada a la obra de redención de la humanidad, Reina de cielo y de la tierra, y Mediadora universal de todas las gracias. Como enseña San Luis María Grignion de Montfort la verdadera devoción a María conduce a la unión con Nuestro Señor; y afirma que éste es el camino más fácil, más breve, más perfecto y más seguro para llegar a Él. Entre las devociones a María, ocupa un lugar privilegiado la devoción del Santísimo Rosario; éste es la devoción mariana por excelencia, clara señal de justificación para quien lo rece devotamente y diariamente, prenda de múltiples gracias, incluida la asistencia en la hora de la muerte como ella misma lo prometió a Lucía en Fátima


Christus Vincit, Christus Regnat
Christus, Christus Imperat!”

La apoteosis de A. G. Roncalli (Juan XXIII) y de K. Wojtyla (Juan Pablo II)

     Canonización

     La canonización es un acto de la infalibilidad de la Iglesia; siendo la infalibilidad aquel don por el cual la Iglesia goza de un privilegio tal que, por medio de la asistencia del Espíritu Santo, no puede errar en lo que concierne a la fe y a la moral, tanto en el enseñar como en el creer; así la Iglesia es infalible no ex natura sua, sino por participación en la infalibilidad de Nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de la Iglesia; así, es imposible que la Iglesia proponga algo errado a los fieles, pues se trata de alcanzar el último fin del hombre, a saber, la vida eterna en el cielo por medio de la glorificación de Dios en la tierra.

     A su vez, la canonización es la  infalible sentencia de la Iglesia con la cual se declara que un difunto ha alcanzado la santidad y, de este modo, ha conseguido la gloria celeste. La canonización concluye el proceso de las virtudes heroicas junto a las pruebas de los milagros, según el uso de la iglesia desde el S. X. Tiene como efecto la permisión para ser invocado y venerado por los fieles como patrono y modelo seguro de santidad.

     Los decretos solemnes de Canonización de los Santos gozan de la infalibilidad, puesto que forman parte de las cosas necesarias para dirigir a los fieles sin error hacia la salvación. Por el contrario, si en esto la Iglesia pudiese errar, significaría que la Iglesia podría proponer, para venerar e imitar, hombres malvados o condenados; lo cual no conduciría a los fieles hacia la salvación, sino hacia la condenación.

     Ahora bien, el Canon 2038 del Código de Derecho Canónico de 1917 establece que “Con el fin de obtener de la Sede Apostólica la introducción de la causa de beatificación (etapa previa a la canonización de un difunto, n.d.a) de un Siervo de Dios, en derecho, debe antes constar la pureza doctrinal en sus escritos, la fama de su santidad, de sus virtudes , de sus milagros o de su martirio, así como la ausencia de cualquier obstáculo que pareciese perentorio”.

     Tomemos ahora las palabras con las cuales J.M. Bergoglio ha “canonizado” a los “beatos” Angelo Roncalli y Karol Wojtyla: “Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, ad exaltationem Fidei Catholicae et vitæ christianæ incrementum, auctoritate Domini nostri Iesu Christi, Beatorum Apostolorum Petri et Pauli, ac Nostra, matura deliberatione praehabita, et divina ope saepius implorata, ac de plurimorum Fratrum Nostrorum consilio, Beatos Ioannem XXIII et Ioannem Paulum II Sanctos esse decernimus et definimus, ac Sanctorum Catalogo adscribimus, statuentes eos in universa Ecclesia inter Sanctos pia devotione recoli debere. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen”. (“En honor de la Santísima e Individua Trinidad, para gloria de la fe católica y el incremento de la vida cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y Nuestra, después de haber realizado una completa deliberación, invocado varias veces la asistencia divina y habiendo escuchado el parecer de muchos de nuestros hermanos obispos, declaramos y definimos Santos a los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II y los inscribimos en el libro de los santos y establecemos que en toda la Iglesia ambos sean devotamente honrados como santos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”).

     Es la fórmula con que la Iglesia (católica) eleva a los altares a los Siervos de Dios, previamente declarados Beatos. Veamos, desde la misma fórmula de canonización, las dificultades que se pone a la Fe católica para reconocer a estos dos hombres como santos, así como las dificultades con relación a la validez, licitud y legalidadde este acto de la “autoridad”.

     Ya nos hemos referido en otras partes al problema actual de la autoridad en la Iglesia (https://josaedo.wordpress.com/wp-admin/post.php?post=10&action=edit). En principio digamos que ningún acto que involucre la autoridad, de parte de quien carece de la autoridad, es un acto legal. Hemos dicho también que, a causa de la actual  vacancia formal de la Sede Apostólica, la Iglesia se encuentra en estado de privación con relación a la autoridad; por lo tanto también se encuentra en estado de privación la jurisdicción; aunque, si existiese la total ortodoxia en la formalidad de algún rito, se puede salvar la “validez”, aún cuando se trataría de una apropiación abusiva. Lo cual se puede ilustrar con un ejemplo: suponga usted que sufre el robo de su vehículo; el ladrón, mientras conduce por la vía pública con su auto robado, cumple rigurosamente con las leyes del tránsito y conduce el móvil respetando rigurosamente el modo de conducirlo, es decir, se trata de un conductor que conduce válidamente, y también lícitamente pues el conductor reúne los requisitos para hacerlo (mayor de edad, licencia de conducir), pero lo conduce ilegalmente, puesto que la ley no permite este acto. Luego, (independientemente de la falta de satisfacción de los requisitos por parte de los propuestos Roncalli y Wojtyla, lo cual afecta a la licitud del acto, como veremos) Bergoglio pudo haber respetado la canonicidad del acto declaratorio de la santidad de ambas personas; sin embargo lo ha hecho abusivamente, apropiándose ilegalmente de algo que no le pertenece (por dirigir una religión extraña), y que pertenece en propiedad a la autoridad católica.

     En estas “canonizaciones” constatamos que las misma razones que afectan e hipotecan la legalidad del acto declaratorio de Bergoglio, son las que afectan e hipotecan la validez y la licitud de éstas ex parte subiecti. Ambos postulantes, así como también Bergoglio, no son Papas de la Santa Iglesia Católica, debido a que, aún habiendo sido canónicamente electos (no nos consta la validez de los Cónclaves a partir de la elección de Juan XXIII), no han recibido la autoridad divina, toda vez que al momento de la aceptación de la elección han puesto un óbice a la recepción de la autoridad de Jesucristo por no tener la intención habitual de propiciar el bien de la Iglesia, queriendo promulgar, y promulgando de hecho, falsa doctrina, falso culto y falsa disciplina. Además, por la misma razón estos “beatos” no reúnen los requisitos católicos, en cuanto a la pureza doctrinal en sus escritos, la fama de su santidad y de sus virtudes.

     “Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis…”(“En honor de la Santísima e Individua Trinidad…”). El más alto honor, es decir, la gloria que el hombre puede tributar a Dios Uno y Trino proviene de los actos propios de la virtud de la religión, a saber, el verdadero culto divino, en especial del más excelso entre ellos: la Santa Misa; porque por la mística inmolación de Jesucristo bajo las especies de pan y vino se ofrece a Dios un sacrificio de valor infinito en reconocimiento de su supremo señorío sobre nosotros y de nuestra obediencia hacia Él (es el fin latréutico o de adoración); también porque el mismo Cristo, inmolándose por nosotros, ofrece a Dios un sacrificio de acción de gracias de valor igualmente infinito (es el fin eucarístico). Sobre esto cabe recordar que la Misa fue definitivamente, infaliblemente e irreformablemente codificada y promulgada por San Pío V, en 1570, quien decretó con toda la fuerza de su investidura Pontificia, al final de la Bula Quo Primo Tempore “Que absolutamente nadie, por consiguiente, pueda anular esta pagina que expresa nuestro permiso, nuestra decisión, nuestra orden, nuestro mandamiento, nuestro precepto, nuestra concesión, nuestro indulto, nuestra declaración, nuestro decreto, nuestra prohibición, ni ose temerariamente ir en contra de estas disposiciones. si, a pesar de ello, alguien se permitiese una tal alteración, sepa que incurre en la indignación de Dios todopoderoso y sus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo”.

     Roncalli, “suspectus haeresis” ya por Pío X, a causa de su relación con el modernismo, especialmente con su mentor, el sacerdote apóstata E. Buonaiutti (excomulgado) y con las obras de L. Duchesne, Roncalli decíamos, ya Juan XIII, promulgó su misal de 1962, que surgió del llamado “movimiento litúrgico”, condenado por los Papas, bajo la dirección del también modernista Ferdinando Antonelli, elevado a «cardenal» por Montini y luego miembro del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, del cual, a su vez, emanó la actual sacrílega «nueva misa» del Novus Ordo, publicada Pablo VI; misal. Este misal de Roncalli sólo estuvo en uso 4 años, con el único fin de preparar el terreno a la nueva liturgia ecuménica. El mismo Bugnini, autor de la “nueva misa”, había expresado que “el misal roncalliano es un puente que abre la puerta a un promisorio futuro”. Entre muchas alteraciones (prohibidas por San Pío V) introducidas por Roncalli en la Misa se pueden citar: Abolición del “Confiteor, Misereatur et Indulgentiam”, que siempre debían ser dichas antes de la Santa Comunión del Pueblo; la “semana santa” roncalliana prácticamente ya no es la Semana Santa del rito Tridentino, recibiendo escasos retoques para ser incorporada al “misal de Montini”; de hecho Roncalli adulteró la oración por la conversión de los judíos, propia de la Liturgia del Viernes Santo, como presagio de la ominosa Declaración Nostra Aetate del Vaticano II. El joven Roncalli sospechoso de la herejía modernista durante el reinado de Pío X finalmente se manifestó sin disimulo en Juan XXIII, responsable de haber convocado un conciliábulo, con el sólo propósito de hacer realidad el largamente esperado, y condenado, programa de la marea modernista.

     Por su parte, Wojtyla, ya en el apogeo de la religión ecuménica post-conciliar, aparte de las escandalosas reuniones interreligiosas (con falsas religiones, heréticos y cismáticos) y de las escandalosas concelebraciones litúrgicas con éstos mismos, lleva a su plenitud la celebración de la misa del “Novus Ordo” montiniano. Ahora ya no nos encontramos ante una simple “transición” roncalliana, sino ante una nueva y distinta realidad, ante una misa que ya no refleja ni expresa la Fe católica, sino una doctrina ajena (lex orandi, lex credendi). El rito de la misa montiniana expresa una nueva fe, siendo expresión de una doctrina religiosa modernista protestantizada. Conviene recordar las palabras de los Cardenales Bacci y Ottaviani contenidas en el texto del Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae: El Nuevo Ordo Missae se aleja, de manera impresionante, así en el conjunto como en los detalles, de la teología católica de la Santa Misa tal como fuera formulada en la XXII Sesión del Concilio de Trento (y codificada irreformablemente por San Pío V, n.d.r.)”. La “misa” que celebra Wojtyla no es la Santa Misa católica, la cual es un Sacrificio, en ella Nuestro Señor Jesucristo está presente real y substancialmente en el altar, y la acción sacrificial (Consagración) es un acto propio del mismo Jesucristo que obra por ministerio del sacerdote que actúa in persona Christi”, siendo Él el único Sacerdote y la Víctima del Sacrificio del Altar. Esto es, justamente, lo que niega la herejía modernista, así como los protestantes. Wojtyla celebraba y difundía un culto transformado en “cena” y “asamblea eucarística”, que ataca y destruye las tres notas de la Misa católica que acabamos de señalar. Por ej., en la misma definición del nuevo culto de la Institutio Generalis leemos: “La cena del Señor o Misa es la sagrada sinaxis o asamblea del pueblo de Dios reunido en común, bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor. Por lo tanto, para la asamblea local de la santa Iglesia vale en grado eminente la promesa de Cristo: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18, 20)”; nada, pues, de Sacrificio, ni de Presencia Real, ni de Transubstanciación, ni del carácter Propiciatorio de la Misa, ni del rol del sacerdote, no como simple presidente de una asamblea (culto protestante), sino como ministro del Sumo Sacerdote y Víctima, verdaderamente distinto del pueblo. Este Novus Ordo Missae es, pues, la “misa” montiniana.

     “…ad exaltationem Fidei Catholicae…” (“…para Gloria de la Fe Católica…”). Aquí sí que estamos ante un gran problema; de hecho, las aberraciones de la revolución litúrgica serían incomprensibles sin un gran error en el origen, es decir, en la fe, en la doctrina. Es en razón de una revolución en la fe que se explican todas las demás aberraciones. La fe, al contrario de lo que enseñan Roncalli y Wojtyla, es una virtud sobrenatural (y no un subjetivo sentimiento inmanente del corazón) por la cual, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios (no por la indigencia de la conciencia) con nuestro intelecto (no con el sentimiento) asentimos a todo lo que Él ha revelado (no a lo que propone la conciencia), transmitido fielmente por la Tradición y que la Iglesia infaliblemente propone como divinamente revelado. Es una elevación del intelecto humano, por la gracia, para que éste dé su asentimiento a lo que Dios ha revelado. Es algo que viene de Dios (no de la indigencia de la conciencia). Esta virtud tiene un objeto, el dogma (doctrina, enseñanza). Es una virtud infundida en nuestra alma en el Bautismo, imprimiendo una carácter, el carácter sacramental por el cual somos súbditos del Rey, Cristo; por lo tanto nadie, que no haya cancelado el pecado original por la regeneración bautismal, posee la Fe. ¿Qué es lo que proponen Roncalli y Wojtyla? Una fe que, aunque por momentos contiene ciertas verdades – la  mayor parte derivadas de la ley natural que la razón fácilmente descubre, o bien tomadas “en préstamo” de la fe católica – está envenenada por la herejía y, por lo tanto, mortífera, y por lo tanto conducente a la condenación de quien miserablemente siga a estos dos individuos. Ambos reducen la Fe a un mero sentimiento religioso; por eso es que ambos sostienen que cada una de las falsas religiones son portadoras de un cierto valor. Ambos son “muy amados” por la gente (uno, “el papa bueno”, el otro, “un santo viviente”) ¿por qué? Porque ambos proponen una religión humanitaria despojada de lo que divide entre la verdad y el error, es decir, del dogma. La Iglesia no fabrica dogmas, los toma del depósito de la Fe y los propone al género humano infaliblemente bajo la forma de dogma, como enseñanza (“…quien a vosotros escucha, a Mí escucha…”) (…”quien no crea se condenará…”) sin error. Por otra parte, no puede existir contradicción ni oposición entre una enseñanza ya definida y una proposición posterior. Por ejemplo, la constitución “Lumen Gentium” (cfr. n. 8) promulgada por Pablo VI, emanada del pseudo-concilio convocado por Roncalli, enseña que la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica no son lo mismo, que la Iglesia Católica sólo es una parte, está contenida, subsiste en la Iglesia de Cristo, que sería una realidad más amplia, lo cual constituye una manifiesta herejía. Roncalli, quien convocó el conciliábulo  y Wojtyla, que lo aplicó, claramente distinguen entre ambas. Lumen Gentium dice que la Iglesia de Cristo es la unión espiritual de todos quienes profesan el nombre de Cristo (cismáticos ortodoxos, anglicanos, protestantes, etc.) y, por otro lado, dice que la Iglesia Católica es tan sólo la institución jurídica establecida sobre el Papa y los obispos. Dice también que la Iglesia católica “subsiste” en la Iglesia de Cristo, en oposición a la bimilenaria doctrina de la Iglesia, a saber, que la Iglesia de Cristo “es” la Iglesia de Católica, tal como Papa Pío XII lo declara infaliblemente en 1943 en su Encíclica Mystici Corporis Christi. Wojtyla, implementando el vaticano II, enseña el “subsiste” para profesar y difundir el dogma oficial de la nueva religión, el ecumenismo; y así, la Iglesia de Cristo también “subsiste” en la iglesia luterana, en la anglicana, en la autodenominada “ortodoxa”, y en cualquiera otra falsa religión. Enseña que la Iglesia de Cristo está compuesta por todos quienes miran con “fe” a Nuestro Señor Jesucristo: ninguna necesidad de pertenecer  a la Iglesia Católica ni de estar en unión con Pedro (el Papa). Esta enseñanza contradice el dogma de que la Iglesia católica es la verdadera Iglesia de Cristo y el único Cuerpo Místico de Cristo. También el Vaticano II, querido por Roncalli, promulgado por Montini e implementado por Wojtyla, enseña que todas las religiones no católicas son medios de salvación; ¡y sí!, ¡insólito! ¡Esto es pública herejía! ya que niega el dogma de Fe que establece que fuera de la Iglesia católica no hay salvación; la Iglesia siempre ha enseñado que, siendo ésta la única Iglesia de Cristo, ella es el único medio de salvación. El conciliábulo también enseña que la Iglesia tiene un gobierno colegiado (el colegio de los obispos); esta es también una proposición herética, que va en contra de la constitución de la Iglesia; la Iglesia no es gobernada por un colegio, al modo de una democracia política, sino por Pedro solo, quien recibió las llaves del Reino de Dios; la Iglesia fue dotada por Dios con una constitución monárquica; la razón para disminuir el Papado es, una vez más, el delirio ecuménico: el Papa es la piedra de tropiezo para implementar la ecuménica y futura iglesia de Cristo, es un obstáculo para la unión con los protestantes y los cismáticos griegos. Los cambios substanciales a la Fe católica son innumerables e infestan por doquier; así también, p. ej., con la herética enseñanza de la libertad religiosa, como si no fuese obligatorio para todos abrazar la verdadera Fe.  El Vaticano, la enseñanza de los «papas» conciliares y su práctica, encarnan la gran apostasía, el abandono total de la Fe católica.

     “…et vitæ christianæ incrementum…” (“…y el incremento de la vida cristiana…”) Por vida cristiana se entiende la vida de la gracia, en unión con Cristo y orientada a la posesión de Dios, nuestro principio y último fin, por la perfección de la caridad. El Padre Antonio Royo Marín, en su obra Teología de la Perfección Cristiana dice: “La perfección cristiana es la vida sobrenatural de la gracia cuando ha alcanzado un desarrollo eminente…con relación al grado inicial recibido en el bautismo…” Pero, para el desarrollo de la vida cristiana, es necesaria la Fe, puesto que no se puede amar lo que no se conoce; y es, precisamente la Fe sobrenatural la virtud que nos hace conocer a Dios, por medio de las enseñanzas de la Iglesia que nos propone las auténticas verdades con relación a Dios. Si dos personas, como Roncalli y Wojtyla, nos proponen el error acerca de Dios – como lo hemos visto en apenas una muestra de sus múltiples errores – entonces es  imposible el desarrollo de la vida cristiana y menos aún la salvación; sin la Fe es imposible agradar a Dios. Sin la Fe es imposible la caridad, la vida cristiana, la unión de nuestra alma con Dios. Toda la sana doctrina, toda la liturgia católica y toda la disciplina católica descansan, justamente, en los sólidos fundamentos de la Fe; por lo tanto, también toda la vida cristiana. Nadie que se deje “guiar” por estos dos “santos” puede incrementar su vida cristiana, toda vez que enseñan que el hombre se puede salvar y santificar en cualquier religión, incluyendo el judaísmo al enseñar que la Antigua Alianza no fue derogada por Cristo sino que se encuentra plenamente vigente y conduce a la salvación. Enseñan que no es necesario pertenecer a la Iglesia Católica para desarrollar la vida cristiana o para salvarse, negando los dogmas infaliblemente definidos de Extra Ecclesiam Nulla Salus y aquel que define la necesidad de estar unido a Pedro (el Papa) para salvarse. Estos “papas”, de momento que ellos mismos, por la herejía y el cisma capital, se han separado de la Fe católica, no pueden ser los sucesores de San Pedro; por lo tanto no tienen capacidad alguna para excitar, estimular, promover, incrementar la vida cristiana de nadie, menos aún pueden ser elevados a la santidad en los altares católicos, porque no profesan la Fe católica, son falsos “papas”. Todo católico que admita que estos dos individuos son Papas de la Iglesia Católica y los admire y los siga, en realidad, hace posible que la puertas del infierno prevalezcan, reconociéndoles el derecho de ocupar la Sede de Pedro y los lugares santos como invasores y usurpadores. Es precisamente la vida cristiana la que exige el rechazo de quienes, por un lado han convocado y, por otro, han consumado la apostasía del Vaticano II, rechazando ellos mismos aceptar la Fe Católica. La vida cristiana hace imposible reconocer como una y misma cosa la Iglesia de antes del Vaticano II y esta Iglesia de la post apostasía, y quien la siga sigue una religión extraña, sigue una falsa doctrina que sostiene: p. ej., “Todo ser humano está unido a Cristo” (GS. 22), “La persona humana está por encima de todo” (GS. 26), “Las religiones no cristianas poseen verdad y santidad” (NA. 2), “La verdadera iglesia de Dios no es aún única y visible” (UR. 1), “Los cristianos se unen a otros hombres para buscar la verdad” (GS. 16), “El Espíritu de Cristo no ha rehusado valerse de ellas (de las sectas no católicas, n.d.r.) como medios de salvación (UR. 3), “La Iglesia se encuentra unida con quienes no aceptan el Papado” (LG. 15), “El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace a sí mismo más hombre” (GS. 41), “Cristo, en la Revelación misma, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre (creíamos que Cristo, en la Revelación, manifestaba a Dios, n.d.r) (GS. 22), “La Iglesia católica ha pecado contra la unidad” (UR. 7), “La doctrina de la libertad religiosa tiene sus raíces en la divina revelación” (DH. 9). Esto es tan sólo una muestra de la “santidad” de los papas del Vaticano II.

     “…auctoritate Domini nostri Iesu Christi… Beatos Ioannem XXIII et Ioannem Paulum II Sanctos esse decernimus et definimus…” (“…con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo… declaramos y definimos Santos a los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II…”) Para gobernar con la autoridad de Cristo es necesario haberla recibido de Él. Sin embargo, ninguno de los electos al Papado con posterioridad a Pío XII ha tenido la intención habitual y objetiva de propiciar el bien y el fin de la Santa Iglesia, poniendo un óbice  para recibir la autoridad de Cristo, manteniéndose tan sólo como electos pero no investidos, es decir que no han podido recibir la forma del Papado, no son formalmente Papas. En la práctica esto ha quedado en evidencia ante la innumerable serie de afirmaciones, tanto en los documentos del Vaticano II como en la enseñanza de estos electos, que se encuentran en oposición de contradicción con lo que ya ha sido irreformablemente definido por la Iglesia. Como hemos visto, someramente, estos puntos son múltiples. Podemos mencionar otro de los tantísimos ejemplos: el Vaticano II sostiene que todo hombre (por una falsa idea de la dignidad humana) tiene derecho a la libertad religiosa; en total contradicción con la Encíclica Quanta Cura de Papa Pío IX, que condenó tanto el liberalismo católico como la libertad religiosa. También se puede citar la enseñanza del falso ecumenismo por el documento Unitatis Redintegratio del Vaticano II, en total contradicción con la Encíclica Mortalium Animos de Papa Pío XI, que condena, justamente, el ecumenismo. Entonces, de la constatación de estos errores se deduce que Roncalli y Wojtyla no poseían la autoridad de Cristo, pues, sus enseñanzas, siendo errores, no gozan de la infalibilidad: es imposible que la Iglesia dé veneno a sus hijos, si alguno lo hace en nombre de la Iglesia, entonces no es la ni Iglesia ni el Papa. Todo lo que proviene de la Iglesia no puede no ser santo; estos “canonizados”, que no son la autoridad, no son santos y todo lo que de ellos emana en cuanto a la potestas iurisdictionis y que, en una situación de orden debiera tener la garantía de la infalibilidad, no tiene validez jurídica, ya sea que se trate de actos magisteriales, normas litúrgicas, leyes, canonizaciones, etc., no tienen efecto jurídico alguno, no son vinculantes. Al no tener la autoridad de Cristo, estas canonizaciones son, en sí mismas, una pantomima, una parodia. Todo lo cual afecta también directamente al mismo declarante de estas “santidades”, es decir a Bergoglio, con el agravante de que éste puede, inclusive, no ser ni sacerdote (por haber sido ordenado sacerdote bajo el rito  reformado e inválido en 1969, y en la «fe» modernista liberal) ni obispo (por la misma causa, en 1992). Ya se ve que ni los postulantes (Roncalli y Wojtyla) reunían los requisitos para ser propuestos, ni Bergoglio la autoridad para hacer lo que hizo (la canonización): tanto éste como aquellos de ningún modo poseen la potestad divina, las llaves de Pedro, para declarar ni definir nada con valor jurídico para la Iglesia.

     Inmediatamente después de la muerte de Wojtyla la gente gritaba «¡Santo subito»! («¡Santo de inmediato!») ¿Por qué? Pues porque fue la cabeza de una religión humanitaria y sin dogma  (sin doctrina ni enseñanza). Una religión así, en el mundo actual regido por el humanismo liberal, necesariamente tiene que caer bien a todos, toda vez que no propone ni defiende la sana doctrina, que es lo que divide entre la verdad objetiva y el error, entre el bien objetivo y el mal, entre el pecado y la gracia, entre la salvación y la condenación, entre la Iglesia de Cristo Una-Santa-Apostólica- Católica y las demás falsas religiones, entre el Papado y el democratismo eclesiológico, entre la antropología cristiana y el pluralismo ateo no-exclusivista, en fin, entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena. El mismísimo Redentor, por razón de la Verdad, con su autoridad divina por esencia dice: «Putatis quia pacem veni dare in terram; non, dico vobis, sed separationem» (Lc 12,51) (Pensáis que he venido a la tierra a dar paz; os digo que no, sino separación). Sí, y esto no puede ser diferente para Pedro (y sus sucesores) quien, a causa de lo mismo debió enfrentar el martirio; por causa de la Verdad, que divide entre quienes la reconocen y la siguen y entre quienes se resisten o se rebelan o la ignoran culpablemente; ¡Esto es muy simple, es así! Pero, cuando un hombre, en nombre de la Iglesia es aceptado y alabado hasta por los enemigos clásicos de Cristo y su Iglesia (judíos, masones, comunistas, musulmanes, protestantes, cismáticos griegos, budistas, progresistas de todo tipo, etc.) es porque ha defeccionado públicamente de la Verdad.

      Seguramente Roncalli fue, primero beatificado y, luego, canonizado al parecer por haber convocado el Vaticano II. Sin embargo, con don Gianni Baget Bozzo, nos preguntamos ¿Cuáles son los frutos del Vaticano II? Su sucesor, Pablo VI, lo dice: «La autodestrucción de la Iglesia«. Entre los requisitos de un futuro beato se cuenta la pureza doctrinal en sus escritos. Roncalli publicó la Pacem in Terris la cual, entre sus errores promovió la famosa distinción entre error y errante, entre comunismo y comunistas; distinciones que buscaba levantar la excomunión y condena no sólo de obras comunistas, sino de tantos errores de los teólogos modernistas. Es la consagración del «errante sin error» (una suerte de delincuente sin delito). Además, abdicando de la autoridad del Papado procedió a la anulación de los trabajos de la comisión preparatoria, que no estaban en línea con su progresismo; determinó que el conciliábulo se auto dirigiera, dejándolo por entero en manos de «teólogos» modernistas como Ratzinger, Küng, Schillebeeckx, Wojtyla, Congar, Chenu, Rahner, etc., con la complicidad de la Curia modernista. Roncalli, convocando el Vaticano II, hizo posible la auto-demolición de la Iglesia, entregando vilmente la totalidad del rebaño fiel, que poco advertía de este desastre, en la boca del lobo: así es como nos encontramos al presente, mientras esperamos que Dios abrevie los días de nuestras aflicciones, nos conceda un verdadero Papa y, por la poderosa intercesión de María, vencedora de todas las herejías, ponga Su Iglesia en orden.

     Lo que sucedió, el 27 de Abril de 2014, en la usurpada Sede de Pedro, no fue una  canonización, sino una apoteosis, que la Real Academia Española define como: «Ensalzamiento de una persona con grandes honores o alabanzas«. Ceremonia no muy distinta de otras apoteosis, como la de George Washington quien, al igual que Roncalli y Wojtyla, defendía y propiciaba el «librepensamiento» y la libertad religiosa. Simples ceremonias humanas para ensalzar, tendenciosamente, a simples hombres; con el agravante, en nuestro caso, de hombres que han dedicado su vida a destruir la Iglesia, y que no han sido ni católicos, ni Papas ni, menos aún, Santos.


“Christus Vincit, Christus Regnat, Christus, Christus Imperat!”

 

Finis Vitae?

Cerebro - Muerte Cerebral_edited-2

     En esta entrada me referiré a la muerte o, mejor, a la muerte real versus la muerte decretada, en el contexto del procuramiento de órganos para transplantes; tema muy desinformado y muy controvertido. No son pocas las ocasiones en que este problema toca las conciencias de las personas y de las familias. En el espacio que ofrece este blog incluiré tanto aspectos civiles, digamos así, como filosófico-religiosos.

     No fue sino hasta el advenimiento de los programas de extracción/trasplante de órganos, que siguió al Informe Harvard de 1968 y publicado en Agosto en la revista JAMA de aquel mismo año, que comenzaron a coexistir dos definiciones de muerte, ya que podemos ser declarados muertos tanto según la ley del Estado como, tradicionalmente, según la naturaleza. El Comité Harvard entró en escena a causa del apremio mundial que causó el primer trasplante realizado por el cardiocirujano Christian Barnard en Sudáfrica en 1967; frente a este acontecimiento no cabían sino dos opciones: 1) Condenar el trasplante a corazón latiendo como inaceptable en lo moral y en lo legal, toda vez que hasta el momento la muerte era verificada en base al criterio tradicional de paro cardio-respiratorio irreversible; extraer un corazón latiendo era incurrir en la culpa de homicidio voluntario al provocar la muerte del donante; 2) Cambiar la definición de la muerte para superar los problemas morales y legales. Todos sabemos que se impuso esta segunda opción, con amplia aceptación en la comunidad médica de un nuevo concepto de muerte: La muerte cerebral, como equivalente a la muerte real.

     Sin embargo, para muchos la situación aún no ha sido adecuadamente superada tanto en lo legal como en el plano médico-científico y religioso, entre otros. Es así que, al menos desde mediados de los 80s., grupos organizados en diversos lugares del mundo (p.ej., La Liga Nacional contra la Depredación de Órganos y la Muerte a Corazón Latiendo, en Italia; Citizens United Resisting Euthanasia, CURE, en USA) han sido muy activos en la difusión de campañas, organización de conferencias, debates y publicaciones para oponerse a la extracción de órganos en pacientes que no consideran muertos sino en coma, que aún tienen actividad cardíaca, circulatoria, respiratoria, renal, hepática y quienes, si se les asiste, pueden hasta llevar un embarazo a término; consideran que se trata de una verdadera “vivisección del hombre”.

     En el plano médico-científico y jurídico se dispone, a la fecha, de abundante información la cual, sin embargo, no ha llegado suficientemente a las personas al momento de promover las campañas de donación de órganos, sobre la base de  estimular un cierto desinteresado y noble espíritu de “generosidad y solidaridad”. A pesar de aquello la población, en general apegada al sentido común y al criterio clásico con relación a la muerte, no ha sido fácilmente entusiasta en adherirse a estos programas, debiendo el Estado promulgar leyes para invertir el sentido de la decisión de la gente, regulando, no ya la voluntariedad para “ser” donante», sino para “no serlo”; muchas personas que nunca se preocuparon del tema se convirtieron, de este modo, en “legalmente” disponibles. Es así que esto es considerado por muchos una verdadera “eutanasia de Estado”, y hasta de “Distanasia” (una suerte de muerte violenta impuesta por el Estado), poniendo, por imperio de la ley, la prerrogativa del paciente a ser transplantado sobre el paciente en estado de coma considerado “irreversible”, exponiendo al hombre a morir según el dictamen del Estado y sus leyes en vez de morir según la naturaleza; se trataría de leyes injustas ya que se haría pasar el delito como derecho en base al positivismo jurídico y contra la verdad objetiva. El hombre es titular de ciertos derechos; en este sentido ¿Es lícito que el Estado, por medio de un acto médico jurídico, certifique la “no vida” de un paciente mediante la declaración de la irreversibilidad funcional de su cerebro aún perfundido?

     En el plano de la Ética, resultaría éticamente inaceptable la procuración de órganos de modo que esto provocase mutilaciones o la muerte del donante. El acto éticamente aceptable comprende hacer el bien y evitar el mal, el bien no debe ser refrenado, el mal  no debe ser realizado y, en fin, no se puede realizar el mal para conseguir un bien.  Hoy por hoy, los Programas de la Calidad de la Atención vigentes exigen el correspondiente Consentimiento Informado, el cual debe ser firmado por el paciente autovalente o por los familiares si éste se encuentra inhabilitado, con posterioridad a la correcta información acerca del procedimiento a practicar para la extracción en el donante, con el propósito de estar en condiciones de consentir o rechazar libre y concientemente. Esto significa que las personas deben ser informadas sobre la naturaleza del procedimiento: entre otros, que antes de la extracción su corazón está sano y capaz de mantener la circulación y respiración tisular, que la remoción  de cualquier órgano vital de su cuerpo produce la muerte real, que durante el procedimiento se le administrarán ciertos fármacos y procedimientos anestesiológicos para reunir las mejores condiciones quirúrgicas relativas a la viabilidad del órgano, y se le debería advertir, además, si antes de la extracción se le administrará o no la anestesia (como ha sido recomendado por los anestesiólogos).

     Hay que decir que, con anterioridad a la introducción del concepto de “muerte cerebral”, el médico concurría en calidad de experto para certificar oficialmente lo que la gente, por la experiencia y el sentido común, consideraba un cadáver; el médico verificaba un evento ya ocurrido: la ausencia prolongada de actividad cardio-respiratoria y las consiguientes señales de muerte real llegando, algunos, a enumerar hasta quince: la rigidez cadavérica, livideces hipostáticas, el enfriamiento, etc., hasta llegar al signo cierto e infalible, la putrefacción. Sin embargo, con la introducción de la figura de “muerte cerebral”, los médicos cambiaron de rol, puesto que pasaron a certificar algo sorprendente: certificar que se trata de un cadáver que posee circulación sanguínea y corazón perfectamente funcionante, posee buena función respiratoria (aunque asistida), normal función renal y hepática y, como dijimos antes, si es mujer, incluso con la capacidad de llevar a término un embarazo pre-existente (como ya ha sucedido); todo lo cual repugna al sentido común y a la realidad objetiva. Al respecto hay que considerar que al definir una función como “irreversible” se hace aplicando un juicio categórico y absoluto, lo cual es un problema ante el progreso de la ciencia médica que constantemente mueve y desplaza los límites de la irreversibilidad, de modo que se trata de un concepto precario, siendo además mudable entre las naciones, y aún en una misma nación, lo cual se refleja en sucesivas leyes al respecto. Por otro lado la muerte de un ser humano debe ser una verdad objetiva, cierta, absoluta, constatable con criterios inequívocos; no mediante recursos disponibles de acuerdo “al estado actual del conocimiento”. El coma irreversible ¿Es realmente la muerte del ser humano? La misma Harvard School en 1992 en su “Rethinking Brain Death” revisó el tema y afirmó que no existen medios instrumentales aptos para demostrar el cese irreversible de todas las funciones del encéfalo (aparte de que estudios científicos han establecido que del cerebro sólo se ha alcanzado a conocer el 10% de sus funciones; ¿Cómo se podrá certificar, entonces, la irreversibilidad de las funciones de aquel amplio porcentaje desconocido?); lo cual quita el piso a las legislaciones al respecto.

     En el año 2000 la organización CURE emitió una declaración firmada por más de 120 personalidades de varios países, que comprendía médicos, científicos, juristas, profesores, abogados y religiosos, titulada “Muerte Cerebral – Enemiga de la Vida y de la Verdad, luego de constatar que ninguno de los cambiantes protocolos del denominado “criterio neurológico” para determinar la muerte satisface la garantía de ser medios científicamente seguros para la identificación de signos biológicos que indiquen que una persona está efectivamente muerta, y declara: “En síntesis, la muerte cerebral no es la muerte; la muerte jamás debiera ser declarada sino en presencia de la disolución de todo el cerebro y, contemporáneamente, del sistema circulatorio y respiratorio”. De hecho los diversos parámetros que han sido propuestos para declarar la “muerte cerebral” de una persona, dice el texto de la declaración, no están ni claramente determinados ni comúnmente aceptados por la comunidad científica. Al contrario, las múltiples definiciones del criterio de “muerte cerebral” introducidas por la publicación titulada “Una definición de coma irreversible” en 1968 – más de 30 protocolos tan sólo en la primera década – han llegado a ser cada vez más permisivas…Saber, con certeza moral, continúa la declaración, que “el cese completo e irreversible de todas las funciones del encéfalo (cerebro, cerebelo y tronco cerebral)” ha ocurrido, exigiría la total ausencia de la circulación y de la respiración. Junto a lo anterior, muchas personas se plantean otras interrogantes: en los servicios médicos ¿se hace todo lo necesario para la recuperación de un paciente comatoso? ¿se hace oportunamente? ¿son oportunas las medidas específicas para la protección del cerebro lesionado, p.ej? – mientras más tiempo pasa antes de la atención especializada hay mayor deterioro – ¿Se trata de salvar al paciente a cualquier costo, o más bien de salvar los órganos a cualquier costo, en correspondencia con la política de Estado?

     En cuanto al protocolo de certificación de la “muerte cerebral” las personas deben saber que el paciente, junto con el encefalograma, será sometido a una valoración de respuestas reflejas a estímulos: p.ej., entre otras pruebas, está el test de la apnea consistente en la suspensión de la ventilación, en espera de la recuperación espontánea de la ventilación, lo cual se repite varias veces consecutivamente para valorar la profundidad del coma y validar las condiciones que piden los protocolos, procedimiento que puede agravar la condición neurológica que ya es crítica en un traumatizado de cráneo.

     En fin, llegado a este punto, consideraré lo que en última instancia importa con relación a la Fe católica. En otras entradas he descrito, tanto con escritos propios como sirviéndome de voces autorizadas, el doloroso estado actual de la Iglesia Católica con relación a la doctrina, el culto y la disciplina, lo cual es correlativo a las tres potestades de Nuestro Señor Jesucristo: Maestro, Sumo Sacerdote y Rey. También he dicho que, actualmente, las Sedes católicas están ocupadas por personas que representan una religión extraña, anti-católica, con  doctrina propia, propio culto y propia disciplina, a saber la religión del Novus Ordo, o la religión conciliar o, si se quiere, la religión ecuménica. Sin embargo, y a pesar de aquello y tal como corresponde al estilo del Magisterio de los pseudo-reformadores modernistas, desde 1967 (primer trasplante cardíaco) a la fecha la posición ha sido vacilante y ambigua frente a este tema, dejando a los fieles librados a su propia conciencia; y, a pesar de que no son la autoridad divinamente asistida, no puedo sino hacer alusión al rol que esta organización ha jugado en esta materia.

     En realidad, el desarrollo de los programas de extracción/trasplante se ha venido implementando desde la década de los 50s, siendo Papa (último verdadero Papa católico pre concilio Vaticano II) Pío XII. En el Discurso de Su Santidad en el 1er Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso (14 de Septiembre de 1952), Papa Pío XII expresa que «en virtud del principio de totalidad, de su derecho a usar los servicios del organismo como un «todo», el paciente puede permitir que algunas partes sean extirpadas o mutiladas cuando y en la medida en que eso sea necesario para el bien del organismo en su conjunto». En el Discurso de Su Santidad a los miembros de la Asociación de Donantes de Cornea y a la Unión Italiana de Ciegos (14 de Mayo de 1956) el Papa afirma que la comunidad no puede ser entendida como «organismo total», por lo cual ésta no puede pretender la extracción forzada (como lo es ahora por ley del Estado) de un órgano de un sujeto, aunque sea con el fin de solidaridad, siendo necesario el consenso; el Pontífice reconoce, además, que «El trasplante de un tejido o de un órgano de un muerto a un vivo no es un trasplante de un hombre a otro hombre; el muerto era un hombre, pero ahora ya no lo es…El cadáver no es, en el significado propio de la palabra, un sujeto de derecho, porque se encuentra privado de personalidad, la única que puede ser sujeto de derecho». Aunque las intervenciones de Papa Pacelli son más bien escasas con relación a esta materia, sin embargo establece algunos principios importantes que tomaremos más adelante.

     En la época del pseudo-magisterio conciliar, la Pontificia Academia de las Ciencias ha tomado parte al menos en tres oportunidades. En 1986, bajo el título de La prolongación artificial de la vida y la exacta determinación del momento de la muerte declara: “un individuo es considerado muerto cuando se haya verificado la pérdida irreversible de cualquier capacidad de integración y coordinación de las funciones físicas y mentales del cuerpo (lo cual, en la doctrina católica, sólo acontece al separarse del cuerpo su principio vital, o alma; no cuando deja de funcionar un órgano). La muerte sucede: a) cuando han cesado irremediablemente las funciones cardíacas y respiratorias espontáneas, o b) cuando se ha constatado la detención irreversible de todas las funciones cerebrales”. En el año 2005 volvió sobre el tema en la Convención “Los signos de la muerte” en la cual, por el contrario, se mostró de acuerdo en considerar que la sola muerte cerebral no es la muerte del individuo y que el criterio de muerte cerebral, siendo carente de credibilidad científica, debiera ser abandonado (lo cual es perfectamente ortodoxo). Luego, sorprendentemente, y a instancias de Mons. Marcelo Sánchez quien ordenó que no fuesen publicadas las actas del 2005, la misma Academia, contradiciéndose del todo, en el año 2008 emitió la siguiente declaración: “La muerte cerebral no es sinónimo de muerte, no implica la muerte ni es equivalente a la muerte, pero ‘es’ muerte”. Estamos aquí ante una absoluta imposibilidad de entender esta contradicción, dado que el intelecto humano es incapaz de adherir, al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista a dos proposiciones contradictorias; simplemente es una imposibilidad, el intelecto humano no es capaz metafísica ni psicológicamente de ese acto, aunque Hegel diga que de dos proposiciones opuestas se obtiene una «nueva idea», la antitesis, y así sucesivamente. ¿Es esto acaso la forma de hacer claridad doctrinal? ¿Es esta ambigüedad un criterio firme y seguro para la conciencia de los católicos al momento de considerar, p. ej., ser donantes?

     ¿Cuál ha sido la posición del pseudo-magisterio ecuménico sobre este tema, secta invasora que hipócritamente se opone a la eutanasia y al aborto provocado, pero niega la defensa del moribundo y consiente esta “masiva eutanasia de Estado”? Para comprender esta posición es necesario tener en cuenta el carácter de la nueva religión fundada por los seguidores del conciliábulo Vaticano II; a saber, se trata de una “religión” sine dogma, naturalista y específicamente humanista, a dogma-less humanitarian religion, como dice Mons. Donald Sanborn; niega que la Revelación tiene su origen en Dios que la confió a su Iglesia (la única y sola Iglesia fundada sobre los Apóstoles y Pedro a la cabeza) y que llega hasta nosotros por la proposición infalible de esta misma Iglesia en forma de dogmas (enseñanza, doctrina); esta nueva religión (aunque con errores muy antiguos) enseña el error de que Dios, en forma sobrenatural se revela a todo hombre en su interior, en su conciencia, de tal modo que la fe se traduce en una “experiencia” personal, y que la misión de toda religión se limita sólo a “extraer esta experiencia”. Bueno, es en este inmanentismo personalista (Kant, Mounier, etc.,) donde hay que ubicar cualquier enseñanza de la religión ecuménica anti-católica, incluyendo la enseñanza acerca de la muerte. La misión de la Iglesia Católica no consiste en organizar una sociedad humana basada en la simple práctica de las virtudes naturales (como la fraternidad, la solidaridad, etc.) al modo de ciertas organizaciones sociales altruistas. No, la misión de la Iglesia está ordenada al fin sobrenatural del hombre; para lo cual le enseña la Verdad, lo santifica administrando los medios de la Gracia (sacramentos) y, por ladisciplina, lo conduce intimándole la militancia y los actos saludables (para que luche en orden al mérito sobrenatural).

     Bueno, Karol Wojtyla, en 1989, hacía dos recomendaciones: 1) “Mejor renunciar a los trasplantes humanos, dado que existe incerteza en la determinación del verdadero momento de la muerte”, 2) Recomienda a “…los médicos, científicos e investigadores a proseguir sus estudios, con el fin de determinar lo más precisamente posible el momento exacto y el signo irrefutable de la muerte”. Es decir, descarga sobre la ciencia y los seglares la responsabilidad de decretar el momento de la muerte. Soslaya cómodamente y culposamente la exposición de la enseñanza católica acerca del momento de la muerte que dice: La causa formal de la muerte del hombre es la separación del alma de su propio cuerpo, dejando de ser su forma substancial o principio vital. Es decir, en el momento exacto de la muerte se deshace el compuesto humano: el hombre muere y su cuerpo deja de ser humano y se convierte en cadáver; el principio vital que le comunicaba el ser es substituido por una forma enteramente nueva, llamada forma cadavérica, cuya única misión es sostener la materia del cuerpo durante la descomposición que sigue a la muerte. Ahora ¿Quién puede siquiera imaginarse que, por medio de alguna técnica o instrumento de la ciencia, podrá el hombre determinar con certeza aquel momento preciso en que el alma se separa de su cuerpo, que es el momento preciso de la muerte real, como pretende Wojtyla?

     En Abril de 1990 se realizó una Convención, organizada por AIDO (Asociación Italiana para la Donación de Órganos) y por FEDERFARMA en la Universidad Católica de Milán, en la cual el “cardenal” Carlo Maria Martini intervino magistralmente en apoyo a los programas médicos, invitando a confiar ciegamente en los procedimientos médicos, farmacéuticos, y en apoyo de la propaganda en las escuelas. Todo esto apenas un año antes de una declaración del “cardenal” Ratzinger (1991) a La Stampa: Aquellos que, a causa de una enfermedad o incidente, caigan en un coma “irreversible”, con frecuencia, serán declarados muertos en respuesta a las necesidades de trasplante de órganos, o servirán a la experimentación médica (cadáveres calientes)».

     En Marzo 1994, el Arzobispo de Turín y Vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Cardenal Giovanni Saldarini, expresaba que una de las razones por las cuales los creyentes no son donantes es “la desconfianza en los métodos de verificación de la muerte…hoy, el diagnóstico de muerte cerebral es posible con absoluta certeza”; volvemos a lo mismo, aparte de que el paciente en coma “irreversible” no está muerto sino, a lo más, se trata de un moribundo, ¿Cómo podrá jamás la ciencia decretar precozmente el momento en que el alma abandona el cuerpo y causa la forma cadavérica? ¿Existe sólida certeza moral de que no estamos faltando al 5º Mandamiento de la Ley de Dios? Santo Tomás enseña que, la facultad más noble del alma humana es la inteligencia y la razón (las cuales, en tanto función están sólo suspendidas en el coma), pero que el cuerpo vive en virtud de las potencias vegetativas (no por la integridad de las funciones superiores de un órgano) que son la nutrición, crecimiento y reproducción, y que además el hombre siente, lo cual opera por las potencias sensitivas, a saber los cinco sentidos exteriores (al menos, en el comatoso está presente el tacto – p.ej., reacciona a la incisión quirúrgica con alteraciones del ritmo cardíaco, de la presión arterial, de la sudoración, etc. –  y muy probablemente el oído, último de los sentidos externos en perderse antes de la muerte real, y el olfato, aunque no la visión). En otra parte dice el cardenal “Donemos los órganos, igualmente resucitaremos”, llamando a los creyentes a que abandonen la vieja concepción de la “sacralidad del cuerpo”. Es verdad que, para la resurrección de los cuerpos, que ha de volver a reunirse con el alma, no se necesita la integridad sin solución de continuidad del cuerpo al momento de la muerte (de hecho, muchos mueren con el cuerpo destruido, desmembrado o desintegrado por accidentes, guerras, etc.,) puesto que resucitaremos con un cuerpo sobrenaturalizado; sin embargo el cuerpo humano posee una dignidad especial, toda vez que es la morada y portador de una realidad superior, que es el alma, y vivificado por ésta, a cuyas facultades y decisiones se somete y con las cuales coopera; además, San Pablo le reconoce una altísima dignidad diciendo que es “templo del Espíritu Santo” (en el hombre en estado de gracia, y no en cualquier hombre, como enseña Wojtyla y cia.) (cf. 1 Co VI, 19). Esta es la altísima concepción de la «sacralidad del cuerpo” tan arraigada desde tiempo en la cristiandad y en el pueblo cristiano y que desdeñosamente, y hasta despreciativamente, menciona el cardenal Saldarini.

     En Agosto de 2000, interviene nuevamente Karol Wojtyla, con un discurso en el 18º Congreso Internacional de la Transplantation Society. Declaró que «La muerte de la persona…como consecuencia de la separación del principio vital, o alma, de la persona de su corporeidad…es un evento que no puede ser directamente establecido por ninguna técnica científica o método empírico», lo cual, por cierto, es perfectamente ortodoxo. Sin embargo, y haciendo honor al lenguaje ambiguo y contradictorio, como es la impronta intencional de la manera de expresarse de los modernistas, agrega a continuación «Pero…los denominados “criterios de certificación de la muerte”, que la medicina utiliza hoy…deben ser considerados como una modalidad segura, ofrecida por la ciencia, para acreditar los signos biológicos de la muerte ya acontecida de la persona». De nuevo, ¡Es imposible para el entendimiento humano adherir a dos proposiciones que al mismo tiempo y bajo la misma razón son contradictorias! Wojtyla reconoce a los profesionales de la salud la capacidad (que antes él mismo había considerado imposible) de acreditar sobre el cuerpo vivo de pacientes en coma “los signos biológicos” de la llamada muerte cerebral. ¿Cómo es que el que debiera ser el Pastor Supremo, sabiendo que, aparte de las corneas y algunos tejidos, ningún órgano extraído ex cadavere es apto para ser trasplantado (puesto que un verdadero cadáver no sirve) no hable con claridad desde el supremo magisterio (que no posee, por no haber recibido la autoridad de Cristo) acerca de un problema tan serio que se pone a la conciencia de los católicos? Por lo demás, en un paciente en coma ¿No habría que acreditar más bien los signos biológicos de la vida en vez de aquellos biológicos de la muerte?

     Joseph Ratzinger, más recientemente, intervino ante el Congreso Internacional, celebrado en Vaticano, con el título “A gift for life”, en Noviembre de 2008. Sin embargo sus palabras repiten las de Wojtyla de Agosto de 2000, haciendo hincapié en conceptos propios de la esta nueva religión meramente humana (no revelada) o, definitivamente, del humanismo (1879) que es la religión del hombre que se hace Dios (Giovanni Montini dixit, 1965): declara justa la donación en cuanto “acto de solidaridad casi obligatorio”. En consonancia con él, es común entre los miembros de la iglesia conciliar escuchar hablar, a la moda, de “evangelio de la vida” ¿sobrenatural, me pregunto?, “la cultura del don y del amor fraterno (humano modo)”.

     Se ha escuchado enunciar otros argumentos en apoyo a la “licitud” de la extracción de órganos, y que se han usado también para otros abominables fines “humanitarios”, como el aborto, estos es, que de la misma manera que el embrión, el paciente en coma “irreversible” no es (en el primer caso) o ha dejado ser (en el segundo caso) una persona; sostienen que la “muerte” del cerebro provoca la desintegración del cuerpo e identifican la condición de persona con el funcionamiento de un órgano. Pero la tesis de que la persona humana deje de existir cuando el cerebro no funciona, mientras el organismo – aún mediante las técnicas de soporte vital – se mantiene con vida, significa una identificación de la persona con la sola actividad cerebral, lo cual se opone por contradicción con el concepto de persona según la doctrina católica. La doctrina católica enseña que la persona es naturae rationalis individua substantia (substancia individual de naturaleza racional) concepto que se remonta a Boecio y que ha hecho suya la filosofía católica con Santo Tomás a la cabeza, quien perfeccionándola y para incluir también la personalidad de los seres espirituales – Dios y el ángel – define como  subsistens  in natura rationali vel intellectuali; de este modo, el Doctor común de la Iglesia señala los dos aspectos esenciales e indispensables de la persona: el aspecto ontológico, el subsistens (abandonado por los innovadores), y el aspecto psicológico, rationalis vel intelectualis (tan querido por los teólogos modernistas que siguen a los filósofos contemporáneos cuando hablan de la persona: la autoconsciencia, la libertad, la comunicación, la vocación, la participación, la solidaridad, etc.). Sin embargo ¿Qué sería de una racionalidad o de una inteligencia, aunque perfectísima, sin la subsistencia? Por cierto que no sería persona; tanto así que la naturaleza humana de Jesucristo no hace una persona, puesto que no tiene la subsistencia (si la tuviera, Cristo no la hubiese podido asumir). Por otra parte, como enseña la sana filosofía con Sto. Tomás, y esto lo recalcamos por su atingencia al tema que nos preocupa, no es necesario que la racionalidad o la inteligencia estén presentes en acto, sólo es necesario que se encuentren presentes como facultad [id est, in  potentia, n.r.]: de este modo es persona tanto quien duerme, tanto quien está en estado comatoso, como también lo es el feto (lo cual refuta, de paso, la tesis de los abortistas).

     Bueno, hay que decir que Papa Pacelli, Pío XII, no alcanzó a abordar esta materia en toda su magnitud y actualidad para iluminar la conciencia católica.


  Christus Vincit, Christus Regnat, Christus, Christus Imperat!

 

¿Por qué la Sede está vacante?

Sede Vacante

En esta entrada, más bien extensa, publicaré, con indicación de la fuente para quien quiera consultarla directamente, una entrevista realizada a Don Francesco Ricossa, Superior del Instituto Mater Boni Consilii (IMBC) de Italia en el año 2007. La entrevista está realizada en italiano siendo, el texto que presento, una traducción mía en la cual he tratado de conservar fielmente el contenido. El propósito de ponerla a disposición es ilustrar a los lectores sobre la situación actual que afecta a la autoridad en la Iglesia con posterioridad a la promulgación de los documentos del Concilio Vaticano II; y exponer la que estimamos ser la mejor solución teológica católica, hasta el momento no refutada, para explicar este desastre, a saber la Tesis de Cassiciacum o, también llamada, del Sedevacantismo Formal, desarrollada y publicada en 1978 por el eminente teólogo francés Mons. Michel Louis Guérard de Lauriers, O.P. fallecido en 1988, profesor en la Universidad dominica de Saulchoir y en la Pontificia Universidad de Letrán de la cual fue despedido en 1970 (junto al Rector, Mons. Piolanti) a causa de su coautoría del “Breve examen crítico del Novus Ordo Missæ”, fue, además, miembro de la Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino. En esta entrevista Don Francesco Ricossa expone, además, el problema de la misa llamada «Misa Una Cum«, de vital importancia para la santificación de los fieles; así como el problema que existe con la pretendida liberación del Misal de 1962 por Benedicto XVI. Algo de estos temas ya he tocado en mis entradas, sin embargo ahora los presento a cargo de autores de innegable preparación y autoridad. Buena lectura.

¿Por qué la Sede está vacante?

  P. Don Ricossa, ¿Puede contarnos algo de Ud., y del Instituto? ¿Cuándo ha sido fundado, por qué, y cuáles son los proyectos más inmediatos de esta Institución

R. El I.M.B.C. fue fundado en Diciembre del año 1985, en Turín. Éramos cuatro sacerdotes ordenados por Monseñor Lefebvre que habíamos dejado la Sociedad de Mons. Lefebvre en aquel periodo. Ya han pasado 22 años desde aquel momento. Durante este periodo hemos sostenido y profundizado una línea doctrinal que aún hoy nos parece que corresponde a la realidad en la defensa de la doctrina de la Iglesia. El Instituto tiene una vocación doctrinal muy determinado; es decir, nos parece imposible poder realizar el bien para las almas si no es en la buena doctrina. ¿Cuáles son las perspectivas? Nosotros buscamos desarrollar todo el ministerio que la Iglesia y Jesucristo encomiendan a un sacerdote. Sobre todo  con la celebración de la Santa Misa según el Rito Romano que, a veces, es llamado Rito de San Pío V pero que, por cierto no se remonta a San Pío V, sino a los primeros siglos de la Iglesia Romana; y esto en todo lugar en donde sea posible celebrarlo, todo por la gloria de Dios y luego por el bien de las almas, convencidos, como lo estamos, de este sea el Rito que expresa la fe de la Iglesia Católica; así pues, con el rechazo más absoluto de la reforma litúrgica del Vaticano II. Luego también con la administración de los Sacramentos, también éstos según los antiguos ritos de la Iglesia; y después con la predicación; predicación que, evidentemente, no posee la autoridad, pero [lo hacemos] para mantener aquella misión de Jesucristo: “id, predicad y enseñad”. Predicación de la verdad de todo lo que el Señor ha enseñado en el Evangelio, de la defensa del Magisterio de la Iglesia Católica y luego, también e inevitablemente, la condenación del error. Esta predicación la hacemos principalmente durante la celebración de la Misa, pero también con la buena imprenta, con libros  (tenemos un centro del libro) revistas (tenemos un boletín y varias otras revistas) que defienden las posiciones que nos parecen correctas en este momento. Todo esto como un modo de hacer que las personas conozcan la defensa de la doctrina de la Iglesia; incluso con conferencias, que han sido numerosas y han sido, ya sea organizadas por nosotros mismos o bien por otros que nos han invitado. Y, en fin, hacemos también una obra benéfica; porque buscamos ir en ayuda de personas necesitadas, sobretodo de las familias; por lo tanto ponemos en práctica obras de misericordia. Tenemos también una obra para los jóvenes que tiene que ver con la educación de la juventud. Asistimos una congregación religiosa que hace ya muchos años que ha fundado una escuela. Con los campamentos de verano para los jóvenes en los que buscamos entregar, en esta sociedad en la cual los jóvenes no tienen ninguna formación cristiana, una formación cristiana-católica, o al menos unos quince días de serenidad y, también, de formación religiosa.

P. Los sacerdotes fieles al Instituto fundan su posición doctrinal sobre la Tesis de Cassiciacum ¿Puede informarnos brevemente de qué cosa se trata la Tesis y por qué ha sido escrita?

R. Sí. No debemos propiamente hablar de “fieles”, pero son personas que  confían en nuestro Instituto y porque, justamente, participan de esta famosa Tesis de la que tanto se habla, pero que con frecuencia poco se conoce, por lo cual esta pregunta es oportuna. Este nombre que puede parecer extraño, “Tesis de Cassiciacum”, viene de una revista en francés que se publicaba en los años 70s, en los primeros años 70s, bajo el nombre de “Cahiers du Cassiciacum”. El autor, quien publicaba la mayor parte de los artículos, que más que artículos eran verdaderos ensayos de teología, era el Padre Michel-Louis Guérard des Lauriers; un dominicano, religioso, sacerdote, que fue docente en la Saulchoir, que es la Escuela de Teología de los Dominicanos franceses y de la cual, lamentablemente, han salido también unos de los principales artífices del Concilio (Padre Congar  y Padre Chenu), y después fue también docente en la Pontificia Universidad Lateranense en Roma cuando el Rector era Monseñor Piolanti. El Padre Guérard era una de las figuras más destacadas, por su formación doctrinal y teológica, así como por el rol que desempeñaba en  la enseñanza de la educación católica; también una de las figuras más destacadas entre aquellos que se habían opuesto a las reformas del Concilio Vaticano II y sucesivas. En primer lugar, la contribución más importante que él entregó fue el “Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae” que los Cardenales Ottaviani y Bacci presentaron a Paulo VI suscribiéndolo; prácticamente fue el momento de inicio del movimiento de oposición a la reforma litúrgica. Luego, el segundo paso de importancia capital importancia fue el estudio del problema de la autoridad en la Iglesia; de aquí, entonces la “Tesis de Cassiciacum”. ¿Cómo es que se pone este problema? Un problema que nadie se haya puesto antes de que la Iglesia viviese el problema de hoy. Es difícil exponer, en el breve curso de esta entrevista, una tesis que necesariamente es muy delicada y profunda. En pocas palabras: antes que nada, por cierto, el tema. El tema tiene que ver con la autoridad, la autoridad en la Iglesia en este momento, es decir, después de la crisis desencadenada por el Concilio. El punto de partida es el siguiente: Existen algunas afirmaciones del Concilio, del último Concilio, que después han sido profundizadas, confirmadas, expuestas y llevadas a posteriores consecuencias por la enseñanza que el Concilio a seguido hasta hoy día; afirmaciones y proposiciones que están en oposición de contradicción, como quiera, en posición de contrariedad con la enseñanza ya definitiva de la Iglesia Católica. Naturalmente, este es el punto a demostrar, el primer paso. Naturalmente, es necesario demostrar este punto; pero en esto todos quienes, aunque no admitiendo la Tesis llamada “de Cassiciacum” se han opuesto a las novedades conciliares, están de acuerdo. Brevemente ¿Cuáles pueden ser estos puntos? Son múltiples. La Tesis, sobretodo, ha insistido sobre uno: La doctrina enseñada por la Declaración Conciliar “Dignitatis  Humanae  Personae” que afirma el derecho de la persona humana, que habría sido incluso supuestamente enseñado por Jesucristo y por los Apóstoles, a la profesión pública del derecho a la libertad religiosa. Derecho que no sólo vale para quienes profesan la verdadera religión, sino también para quienes profesan una falsa religión, una doctrina cualquiera, cualquiera enseñanza; incluso, en el texto del Concilio se precisa que este derecho no sólo es propio de quienes lo hacen en buena fe, creyendo seguir la verdad, sino también de aquellos que no lo hacen de buena fe si se dan cuenta de errar. Ahora, esta enseñanza de la libertad de religión y de conciencia que, además, tiene un vínculo con la ley del Estado, el cual debería reconocer en su propia legislación esta libertad de religión y de culto, extendiéndose así a todos los cultos y a todas las religiones. Es así que esta doctrina se encuentra en contraposición con la praxis de la Iglesia Católica en primer lugar, con la práctica de la Iglesia durante larguísimos siglos, siempre, y con la doctrina y la enseñanza de la Iglesia en segundo lugar; doctrina y enseñanza de la Iglesia que han sido definidas, diré, con gran precisión por ejemplo  con la Encíclica Quanta Cura del Papa Pío IX que, condenando el liberalismo católico y la libertad de religión que eran dos de los fundamentos de esta escuela de pensamiento, afirmaba que esta doctrina era contraria a la enseñanza de la Escritura, luego a la Revelación, luego a la Fe. Mientras que el Concilio, por el contrario, pone en necesaria conexión a la Revelación con la doctrina de la libertad religiosa. Sin embargo existen también otros puntos que suscitan enormes dificultades. Actualmente, por ejemplo, se discute mucho sobre la doctrina de Lumen Gentium que fue uno de los documentos más importantes del Concilio, sobre la Iglesia. Este documento da una idea de la Iglesia que no corresponde con aquella que siempre ha sido enseñada sobre la Iglesia, ni con el documento de pocos años antes Mystici Corporis del Papa Pío XII. Ya sea a propósito de la colegialidad, ya sea a propósito de la comunión con la Iglesia, ya sea a propósito de saber quién pertenece a la Iglesia Católica, ya sea a propósito del rol para la salvación que puede ser desarrollado por las que el Concilio denomina las iglesias o comunidades eclesiales no unidas a la Iglesia Católica, estas doctrinas están en contradicción con lo que la Iglesia ha enseñado de manera más o menos mayor y que las encontramos sobretodo con la praxis en el documento sobre el ecumenismo Unitatis Redint egratio, lo cual es la inversión de la doctrina que el Papa Pío XI, por ejemplo, expresó de modo categórico condenando el movimiento ecuménico con la Encíclica  Mortalium Animos. Estos sólo son ejemplos entre tantos otros del problema suscitado por el Concilio. Si es cierto, y este es el punto, si es cierto que existe una oposición de contradicción entre algunas enseñanzas del Concilio Vaticano II y el Magisterio infalible, definitivo, irreformable de la Iglesia, entonces el creyente no puede no ponerse esta dificultad: ¿Cómo es posible que haya sucedido esto dada la infalibilidad del Papa, la infalibilidad del Magisterio y de la Iglesia, la asistencia divina a la Iglesia y al Papa que ha promulgado estos documentos. Dado que el Concilio, extrañamente, no se ha dado el atributo de Magisterio solemne, como debió haber sido, sino sólo del máximo grado, de la máxima expresión del Magisterio ordinario, algunos han pensado que el Concilio había renunciado a toda infalibilidad; prácticamente sería una doctrina opinable. Pero no es así exactamente porque también el Magisterio ordinario, cuando es universal, es decir cuando encuentra reunidos a los obispos junto al Papa al enseñar una doctrina como revelada o en conexión con la Revelación, goza de la asistencia divina y, por ende, de la infalibilidad. Es así que las afirmaciones del Concilio deberían haber estado garantizadas, a lo menos algunas de éstas, por la infalibilidad; y no lo están. No por un juicio personal nuestro, pues entonces seríamos jueces del Magisterio, sino por la imposibilidad del creyente de adherir a una proposición que contradice a algo que la Iglesia ya ha definido, algo a lo cual debemos, por lo tanto, adherirnos desde ya. El intelecto humano es incapaz de adherirse al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista a proposiciones contradictorias. No se trata de una voluntad, no se trata de un rechazo, es una imposibilidad. Razón por la cual la única solución que el Padre Guérard de Lauriers ha vislumbrado es, justamente, la de encontrar la explicación a este hecho teológicamente en la Autoridad. En efecto, el Magisterio de los Obispos sin el Papa jamás es infalible; lo es siempre y sólo cuando están unidos a la enseñanza del Papa. Así pues, si Paulo VI, quien ocupaba la Sede de Pedro y ha promulgado estos documentos, por algún motivo no era en realidad el Sumo Pontífice, entonces se explica el que estos documentos hayan podido ser promulgado en el Espíritu Santo aún siendo erróneos. No es pues la Iglesia la que enseña el error, como pensó Monseñor Lefebvre, no es la Iglesia la que nos ha impuesto una Liturgia como aconteció desde el año 1969, pero ya a partir del año 1965, inficionada de protestantismo y, por lo tanto, mala en sí misma como decían los Cardenales Ottaviani y Bacci, que se alejaba tanto en su conjunto como en los detalles de la doctrina católica definida de fe por el Concilio de Trento; tampoco aquí es posible que sea la Iglesia, el Vicario de Cristo, quienes nos hayan dado esto. Pero entonces, si no viene de la Iglesia todo se explica; luego, es posible que todo aquello que no viene de la Iglesia no sea bueno, mientras todo aquello que viene de la Iglesia no puede no ser bueno y santo. Cuando Benedicto XVI insiste en que se reconozca que el nuevo Misal es válido con valor de santo, esta es una afirmación que tiene toda su lógica si se reconoce que el nuevo Misal viene de la Iglesia; ya que todo lo que viene de la Iglesia no puede no tener el valor de ser santo. Pero, si por el contrario, no viniese de la Iglesia, como no viene, entonces no puede tener valor ni tampoco las garantías de santidad. Luego, la autoridad no era una verdadera, legítima autoridad. Esta es una primera prueba, que viene de esto. Luego se da una prueba deductiva; vale decir, la legítima autoridad de la Iglesia debe querer de manera objetiva – poco nos importa saber las intensiones subjetivas tal vez buenísimas que han hecho esta revolución conciliar –digo, la autoridad de la Iglesia debe querer de manera objetiva en los hechos, y además habitual (de manera constante) el bien que es también el fin, de la Iglesia. En el bien y en el fin de la Iglesia existe como mínimo la condenación de toda herejía, de todo error, la enseñanza íntegra de la verdad, la celebración del sacrificio de la Misa y la administración santa y debida de los sacramentos. Si quienes ocupan la Sede de Pedro no aseguran de manera objetiva y habitual este bien y este fin de la autoridad entonces no poseen, por lo mismo, la autoridad. Incluso, en este caso, constatamos que no están asistidos. Esto no quiere decir que no pueda existir una autoridad carente de deficiencias, insuficiencias, defectos, sin embargo estos defectos y límites que tiene todo hombre no dañan lo que es el bien y el fin mismo de la sociedad, vale decir la gloria de Dios y la salvación de las almas, mediante la enseñanza íntegra de la fe, la administración pura de los sacramentos y la celebración del Sacrificio. Si, como dicen Monseñor Lefebvre y Monseñor De Castro Mayer y lo demuestran, aquello ya no se verifica con la reforma del Concilio, ya sea litúrgica ya sea doctrinal, entonces debemos concluir que quienes promueven estas novedades no poseen la autoridad. Sin embargo la Tesis de Cassiciacum, me excuso por extenderme tanto aunque me salto algunos pasajes, inclusive, no pretende ir más allá. De acuerdo a esta Tesis sólo se puede llegar hasta afirmar, con relación a Paulo VI y sus sucesores que se dicen defensores de la liturgia del Concilio, que no poseen la autoridad divinamente asistida que, en términos escolásticos, es la esencia misma, la forma del Pontificado. Con todo, no podemos concluir de esto, como por el contrario lo han hecho algunos, diré al contrario de Monseñor Lefebvre que ha ido más lejos, no podemos concluir de esto que éstos sean formalmente herejes. En efecto, la herejía, que es el pecado más grande contra la fe y que consiste en negar o poner en duda con pertinacia una verdad de fe revelada. No podemos tener la certeza de aquello; incluso tratándose de alguien, que profesase de manera pública y repetida aún por largo tiempo una doctrina herética, eso mismo, no lo hace aún o, al menos, no tenemos la prueba de esto, formalmente herético. Es decir no tenemos la prueba de la pertinacia, que es el otro elemento necesario; en efecto, en la herejía tenemos el elemento material, que es decir cosas heréticas, y el elemento formal, que es la pertinacia. Por lo tanto no consiste en repetir por largo tiempo opiniones erróneas, sino hacerlo sabiendo que la Iglesia enseña lo contrario, que la Revelación es opuesta y, sin embargo, oponerse a aquello: esta es la pertinacia, de lo cual no estamos ciertos. Es más, aparentemente ellos piensan de sí mismos de ser el Magisterio y la enseñanza de la Iglesia y, así pues, piensan continuar con esta misma enseñanza. Puede darse que en su foro interno se den perfectamente cuenta de no desarrollar de manera homogénea y explicitar la enseñanza de la Iglesia, sino de contradecirlo; sin embargo ellos no dicen “rechazamos el Vaticano I y el Concilio de Trento sino, por el contrario, pretenden precisarlo, desarrollarlo t explicitarlo. Por lo tanto la posición de éstos puede ser todavía católica. Para poder tener la certeza de que éstos han perdido la virtud de la Fe sería necesario que una autoridad que puede hablar en nombre de la Iglesia le pida una retractación de los errores cometidos. Esta sería la tarea de los Cardenales, la tarea de los Obispos residenciales de presentar, en el nombre de la  Fe y de la doctrina de la Iglesia, estas moniciones a quien ocupa de hecho la Sede de Pedro, declarando: “Vosotros os habéis alejado de la doctrina de la Iglesia”; esto, pues, aún no ha sucedido. Por lo tanto, mientras aquello no suceda, según la práctica que muchos teólogos del pasado – hable de Santo Tomás Cayetano, de Bellarmino, de San Alfonso – toda una  serie de opiniones que, de todas maneras han previsto que, mientras aquello no acontezca no se podrá arribar a este punto de la herejía formal de aquellos que ocupan la Sede de Pedro. Por eso es que la Tesis, hablando del hoy, dice que Benedicto XVI no tiene formalmente la autoridad divinamente asistida, pero al mismo tiempo es materialmente papa. En el Papado, siguiendo la doctrina de Santo Tomás – particularmente explicitado por el comentador de Santo Tomás, el Cardenal Cayetano – se distinguen un aspecto formal, que es la autoridad divinamente asistida, y un aspecto material, representado por el hecho de que tal persona ha sido designado y ha estado exento de alguna objeción canónica para ocupar la Sede de Pedro; todo lo cual hace un Papa de hecho, toda vez que nadie nace como tal. El Vicario de Cristo procede, de este modo, de lo bajo (de los hombres) representado por la designación de la elección hecha por los Cardenales, seguido por un segundo acto humano, que es la aceptación por parte de quien ha sido elegido, siendo este el aspecto material; luego, por el contrario, concurre un componente que viene de lo alto, representado por Cristo, Cabeza invisible de la Iglesia, que confiere a la persona elegida la autoridad divinamente asistida: el “ser con”, el hecho de “Yo estaré contigo”; es decir que Cristo y su Espíritu estará con el elegido asistiéndolo, gobernando y enseñando a la Iglesia, por medio de él, habitualmente. Apoyándonos en las pruebas de las definiciones que hemos expuesto más arriba, pensamos que, ciertamente, en el momento de la elección ocurrió la designación de los Cardenales, siendo este el aspecto material, y que existió también la aceptación puramente exterior la cual, no obstante, fue hipotecada por un óbice, un impedimento interior, dada la falta de la intención objetiva y habitual de procurar y realizar el bien y el fin de la Iglesia, lo cual ha impedido a Cristo conferir la autoridad. Por lo tanto os encontramos como en suspenso; en efecto, en el momento en que la persona designada – en este momento el Cardenal Joseph Ratzinger – levantase el obstáculo, es decir que quisiese objetivamente y habitualmente el bien y el fin de la Iglesia, condenando de alguna manera los errores que observamos en los últimos 40 años, proclamando nuevamente de manera integral la doctrina y la enseñanza de la Iglesia, restituyendo a la Iglesia su Liturgia, de todas maneras con la exclusión, y este es el punto, de ritos inaceptables, en ese momento él o algún sucesor, poco importa, se convertiría en la verdadera y legítima autoridad de la Iglesia Católica. De este modo se resolvería, al menos en su vértice, la crisis que estamos atravesando; digo que en su vértice porque hoy por hoy el error, el espíritu de error, de desobediencia, de cisma está de tal modo extendido que muchos fieles y, sobretodo, muchos miembros del clero y obispos – a lo menos así llamados – que ocupan las diversas sedes, no lo aceptarían. En efecto, si hubiese un verdadero y legítimo Papa nos enfrentaríamos a una verdadero y auténtico cisma, a un verdadero movimiento de herejía impulsado por todos esto modernistas, los cuales no aceptan la Iglesia Católica como ha sido fundada, la rechazan. De esto último tenemos un pequeñísimo ejemplo en la reacción de tantísimos ocupantes de la sedes episcopales ante el Motu Propio, que no es lo que debiera ser, sino aquella pequeña cosa representada por el hecho de que se pueda decir de lata manera la Misa Romana y que ha provocado en éstos su rebelión y desobediencia; “¡Nosotros no lo permitiremos jamás!”. Esto es ya un pequeño anticipo de lo que sería la terrible reacción de estos modernistas; pero por lo menos las cosas serían claras: Roma hablaría de nuevo y nosotros sólo tendríamos que seguir aquel faro de la Verdad que siempre ha sido Roma. En el ámbito de aquel movimiento de resistencia a los errores del modernismo que se difunden en estos últimos 40 años en el seno mismo de la Iglesia, esta es la posición correcta. Existen, al contrario, dos posiciones que considero incorrectas: una es la que en su tiempo defendió Monseñor Lefebvre sosteniendo que la autoridad es legítima pero erra, luego el Papa y la Iglesia erran; la otra es la posición de los sedevacantistas más extremos que sostienen que la Iglesia poco menos que ha desaparecido dado que no tenemos ninguna posibilidad de tener un legítimo Papa sobre el Trono de Pedro; éstos últimos, frecuentemente, se ponen en una posición más o menos de fin del mundo acerca de lo cual, como sabemos, nadie sabe ni el día ni la hora, y que se asemeja, a veces, a la mentalidad de los protestantes. Por ende, buscamos evitar estos dos escollos que algunos, de buena fe, han sostenido pensando que era el mejor modo de defender la Tradición de la Iglesia.  Nos parece que el Padre Guérard, teniendo la competencia necesaria para hacerlo, había buscado aquel equilibrio para evitar ambos escollos y conducir la nave de los católicos fieles a la Tradición sin sufrir el naufragio.

P. Los sacerdotes del Instituto Mater Bonii Consilii celebran la Misa “non una cum” ¿En qué consiste exactamente?

R. La explicación es fácil. En el rito de la Misa la parte más importante es el Canon de la Misa que es, además, la parte más antigua. El Canon de la Misa, como corresponde, se dice que la Santa Misa se celebra “una cum fámulo tuo, Papa nostro” mencionando después el nombre del Papa y luego e nombre del Obispo y, en fin, de todos los fieles que conservan la Fe católica y ortodoxa, es decir la recta y verdadera Fe. Esta es una expresión llena de significados, mucho más rico que aquello que puede parecernos a primera vista. Ante todo es una afirmación de comunión, es decir el celebrante de la Misa se declara, como debe ser en cada sacerdote, como en comunión con el Papa, Vicario de Cristo, y luego con el propio Obispo; y se ora por el Papa y por el Obispo, pero no como personas privadas sino, propiamente, en cuanto es el Papa, supremo pastor de la Iglesia, y el Obispo del lugar, es decir en cuanto es el pastor de aquella Iglesia local. Con esta expresión se afirma, además, que la Iglesia es como una sola cosa, unida y junto al Supremo Pastor, el Papa, y al pastor local, el Obispo. Cabe señalar que si el santo sacrificio de la Misa fue instituido por Nuestro Señor Jesucristo dando la orden de celebrarlo (“hagan esto en conmemoración mía”) entonces es necesario decir también que este sacrificio fue dado por Nuestro Señor Jesucristo a su Iglesia y, por lo tanto, es la Iglesia la que intima la celebración del Sacrificio; y por lo tanto es la cabeza de la Iglesia, el Papa, quien normalmente intima la celebración del Sacrificio. Cuando el sacerdote celebra no se trata de una celebración privada de la oración personal de este hombre, sino que el sacerdote es el ministro de la Iglesia, quien debe celebrar teniendo la intención de hacer lo que hace y lo que intenta hacer la Iglesia y, por lo tanto, obedeciendo por así decirlo el mandato que la Iglesia y su Cabeza le dan. Decimos esto para captar la importancia de la cuestión. Muchos fieles toman la Misa y la comunión casi como un acto de devoción privada y personal y por esto no les importa gran cosa el hecho de que sea o no mencionado el Sumo Pontífice y cosas parecidas. Por el contrario, es necesario que los católicos retornen a estas verdades y se recuerden de esto. Ahora, es evidente que la celebración de la Misa y la comunión con el Sumo Pontífice, si la Sede no está vacante, es absolutamente necesaria como garantía de ortodoxia. Y así, lo primero que han hecho todos los cismáticos, pensemos en el gran cisma de Oriente que se consumó en 1054, aunque ya primero con Fozio, cuyo primer gesto fue el de cancelar los dípticos es decir, en la práctica, del Canon el nombre del Papa, Obispo de Roma; este fue el signo visible, tangible de ruptura del Oriente cristiano que, en realidad ya no lo era, con la Iglesia de Roma y así con la Iglesia Católica, Iglesia de Cristo. Una celebración de la Misa, aún con el rito más santo pero sin citar el nombre del Papa si el Papa ocupa la Sede de Pedro, es una declaración de cisma y esta Misa no puede ser agradable a Dios a causa de este hecho, y no porque el rito no sea bueno o que no exista la presencia del Señor, sino porque, lamentablemente, se constata este sacrilegio dado por la negación del hecho de que aquel Pontífice es en aquel momento el Vicario de Cristo y Jefe de la Iglesia. Naturalmente la Iglesia prevé también el caso opuesto. Es decir, cuando la Sede está vacante, cuando el Papa ha muerto y aún no se ha elegido a otro, evidentemente esta parte de la Santa Misa debe ser omitida. No puede mencionarse un Papa difunto, menos aún puede mencionarse a una persona que no es el Vicario de Cristo. Así pues, si es erróneo en un cierto sentido, al menos objetivamente, no mencionar el nombre del Papa que existe y que ocupa el Trono de Pedro, del mismo modo es una falta a la profesión de catolicidad el mencionar a alguno que no puede ser el legítimo Pontífice, aún más si enseña habitualmente el error o impone, o solamente permite – como constatamos después del Motu Propio – un rito que no es, que no puede ser católico y no puede venir de la Iglesia, en el Canon de la Santa Misa. No podemos decir que nosotros celebramos esta Misa balo la orden, en obediencia, en unión, en comunión de Fe, en comunión canónica con el actual ocupante de la Sede de Pedro. Esta es la razón del porqué, aún cuando la Misa sea celebrada con el Rito Romano – llamado también Rito Tridentino del Concilio de Trento de San Pío V, como queráis llamarlo – si es celebrada en comunión primero con Paulo VI, después con Juan Pablo I y II, y ahora con Benedicto XVI, pues bien, esta Misa contiene en sí misma algo que es erróneo, algo opuesto al “sensus fidei”, al sentir de la Fe, algo que es una proclamación errónea de comunión, cuando esto no es posible; lo cual, por el hecho mismo, atribuye a la Iglesia, porque se atendría al Papa sea la reforma litúrgica sean los errores conciliares. Razón por la cual el sacerdote celebrante debe, necesariamente abstenerse de nombrar a alguien que no es formalmente el sucesor de Pedro allí donde la liturgia prescribe nombrar al Papa o de omitirlo si el Papa no existe. Los fieles también deben comportarse coherentemente. Dado que la asistencia a la Misa es también un acto de profesión de la Fe, es un testimonio de Fe, no podemos, asistiendo normalmente a las celebraciones celebradas en comunión con quien no puede ser el Vicario de Cristo, si nos damos cuenta de esto, si estamos convencidos de este hecho, hacer un contra testimonio. Esta es la razón por la cual en la posición del Instituto, aunque esto naturalmente signifique gran desazón ya sea para nosotros como para tantos fieles católicos, nosotros insistimos, siguiendo al Padre Guérard, en el hecho de que no se puede celebrar y no se debe asistir a la Misa celebrada en comunión con Benedicto XVI ahora y antes con Juan Pablo II. Por lo cual, incluso las Misas que se han denominado “con el Indulto”, o incluso aquellas celebradas por sacerdotes de la Fraternidad San Pío X, entran en este caso, porque se celebran en comunión con quien autoriza y quiere como rito ordinario el Nuevo Misal y sostiene, defiende, los errores del Concilio y, sobre todo, porque ocupa la Sede, pero sin tener la autoridad divinamente asistida.

P. Usted ha mencionado el Motu Proprio de Benedicto XVI acerca de la realización de la liberación del Misal del 62 ¿Puede profundizar su análisis?

R. Sí. El Misal del 62 es aún la Misa Romana que viene de la más antigua tradición, pero ya resiente de algunas variaciones, de diversos cambios, sobretodo en el Breviario, pero también en la celebración de a Misa, porque comprende la reforma de Juan XXIII. La Fraternidad San Pío X adoptó esta liturgia justamente porque ya tenía en vista un acuerdo futuro. Monseñor Lefebvre decía que jamás aceptarían las Rúbricas precedentes, es necesario proponerse las de Juan XXIII. Nosotros, por el contrario, celebramos con las Rúbricas de San Pío X; de aquellas que están exentas de todo este movimiento litúrgico, no iniciado en un solo día sino que, siempre con el mismo espíritu, ha cambiado gradualmente la liturgia de la Iglesia. Cerramos esta paréntesis que es secundaria, pero que tiene su importancia; volvamos al Motu Proprio. En un comunicado que hemos difundido comunicamos, antes que nada, que el tal Motu Proprio no es un documento de la Iglesia, luego tampoco es un Motu Proprio. ¿Por qué? Por el motivo que habíamos ya expuesto. Si y mientras que Benedicto XVI no tenga la autoridad divinamente asistida, en otras palabras, que no sea formalmente Papa, los documentos promulgados por él no son los documentos de la Iglesia. Esto no quita, sin embargo, que este documento no pueda tener una importancia y ciertas consecuencias para la Iglesia. La segunda impresión que habíamos hecho en este comunicado es que el gran ausente en todas las discusiones que se desarrollaron a continuación de la comunicación, llamémosle, del Motu Proprio Summorum Pontificum Cura, el gran ausente es, justamente, el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae. Todos quienes se han opuesto, desde el 65, pero después del 69, a la reforma del Misal y a la reforma litúrgica sabían lo que era el Breve Examen Crítico; justamente, era el texto de referencia para todos. Es, por cierto, triste para mí que he vivido estos tiempos o, mejor, en aquel tiempo, ver que el Breve Examen Crítico no fue mencionado por nadie. Sin embargo ¿De qué se trataba? Hemos visto que el Padre Guérard des Lauriers, sin firmarlo con su propio nombre, con la colaboración de un grupo de teólogos junto a la escritora Cristina Campo, pero sobre todo el Padre Guérard des Lauriers, redactaron este Breve Examen Crítico en el que se subrayaban los principales problemas suscitados por la reforma litúrgica, los puntos en los cuales la reforma litúrgica, tanto en su conjunto como en los particulares se alejaba, según las palabras de los Cardenales Ottaviani y Bacci, de la enseñanza de la Iglesia establecida por el Concilio de Trento contra la reforma de Lutero. Y, así, se llegaba a la conclusión: éstos ponían un problema de conciencia para todo católico. Los Cardenales, en la carta a Paulo VI – recordemos que aún no había sido publicado el nuevo Misal – decían que cuando se demuestra que una ley es mala debe ser abrogada. Pedían dos cosas: la mantención del Misal Romano tradicional y la supresión de la nueva liturgia. El Motu Proprio de Benedicto XVI en un cierto sentido y de manera aún limitada que, en la práctica sería un tema que aún no nos explicamos, responde positivamente después de tantos años a una de las dos solicitudes: la libertad de continuar celebrando con el Misal Tradicional; todo esto, sin embargo, con extremos límites que todavía subsisten. Mientras que, por el contrario, no responde positivamente a la otra solicitud: la abrogación, la supresión de la nueva liturgia. Por el contrario, él extrae sobre esta nueva liturgia un juicio que es lo contrario al del Breve Examen Crítico. Mientras que el Breve Examen Crítico decía que la reforma litúrgica, el nuevo Misal eran, tanto en el conjunto como en los detalles, contrarios a la doctrina de la Iglesia sobre la Misa, sobre el Sacrificio de la Misa, por el contrario, el Motu Proprio dice que es necesario, o mejor, en la carta a los Obispos que lo precede, es necesario reconocer por todos el valor, la dignidad y la santidad del nuevo rito que ha proporcionado tanto bien a la Iglesia y que, por ende, permanece el rito ordinario, el Rito Romano Ordinario de la Iglesia, mientras que el otro sería, por el contrario, un rito extraordinario, excepcional, es decir secundario. Esto nos conduce a tener que dar un juicio negativo sobre el Motu Proprio. Antes que nada negativo porque mantiene en la Iglesia el nuevo Misal de la reforma litúrgica que no puede ser aceptado, no puede permanecer en la Iglesia; impone aceptar el supuesto valor y santidad de este rito cuando, por el contrario, choca contra la enseñanza de la Iglesia y contra la Liturgia y el espíritu litúrgico de la Iglesia; y en fin, porque hasta da al nuevo rito, manteniéndolo, un rango inclusive de superioridad sobre el Rito Romano. Por ende, el juicio es negativo, debido a que “Bonum ex integra causa; malum ex quocumque defectu” (“el bien proviene de una causa íntegra; el mal de cualquier defecto”). En este caso el Motu Proprio, teniendo este grave e inaceptable defecto doctrinal, su juicio no puede sino ser negativo y, por ende, este documento no puede sino ser rechazado. En todo caso no faltará quien nos acuse de estar fuera del mundo, de no ser prácticos ni pragmáticos, de pedir demasiado, de querer demasiado; sin embargo esto podría tener algún sentido con relación a las cosas profanas y, quizá, en las cosas temporales y políticas, pero por cierto no en la Iglesia ni en las cuestiones de Fe. No podemos decir: dado que tenemos un error al 100% y una verdad al 100%, entonces acordemos conformarnos con un 50%, esto sería algo inaceptable. Sin embargo, también nosotros nos damos cuenta de que, desde un punto de vista práctico, este viento de locura, digamos este mal, este tumor que es el modernismo y que San Pío X decía que se escondía en el seno mismo de la Iglesia, es un mal tan grave que no podría ser reparada inmediatamente, salvo un milagro de Dios, sino que sería extirpado y curado poco a poco. Desde este punto de vista el Motu Proprio puede ser un primer paso, algo positivo, pero con determinadas condiciones. Ante todo ¿Qué tiene de positivo? Pues tiene de positivo la declaración de fracaso de los modernistas, de su intención de destruir la Misa Romana, se trata de una declaración oficial de fracaso. ¿En qué sentido? El Motu Proprio afirma que el Misal Romano – con este término yo llamo a la denominada Misa de San Pío V – jamás fue prohibido – entre otras cosas, entre paréntesis, si así es, no se entiende por qué el Motu Proprio someta este Misal [Romano] a tantos límites: entre otros, que deba tener el permiso del Párroco, que no sea más de una Misa por Domingo y no más de una, etc., si jamás fue prohibido debiera usarse siempre – Pero, en realidad, quien tenga memoria – aunque yo era de una cierta edad he vivido en aquellos tiempos – pero en realidad, quien tenga memoria, recordará muy bien aquel discurso dirigido al Consistorio, es decir a los Cardenales, que Paulo VI ofreció el 24 de Mayo de 1976 en el cual declaró que el nuevo Misal sustituía al precedente. No había sido hecho para acompañarlo, sino para sustituirlo: en el nombre de la obediencia de la Tradición exigía a todos los sacerdotes que celebrasen exclusivamente con el nuevo Rito, es más, los obligaba. Esta es la razón por la cual muchos sacerdotes, hasta aquella fecha, que habían mantenido la celebración con el antiguo Misal, pensando que aún fuese lícito cesaron, para obedecer las palabras de Paulo VI, de celebrar con  el Misal de San Pío V, y adoptaron con aflicción el nuevo Misal. Ahora, en el 2007, se nos quiere decir que Paulo VI no decía la verdad y ha engañado al mundo entero; esta es, pues, una contradicción que se nos tendría que explicar. Entonces ¿De qué se trata? Se trata de que estas cosa sí pueden suceder, pero no en la Iglesia; por cierto, estos documentos no pueden venir ni de Paulo VI ni de Benedicto XVI (si fueran legítimos Papas). Con todo, podemos afirmar que Paulo VI trató de estrangular, de prohibir y de hacer desaparecer la Misa; pues bien, no lo han logrado, gracias a quienes en nombre de la Fe y apoyándose en el Padre Guérard y en el Breve Examen Crítico, se han negado celebrar con el nuevo Misal. Si se pensó que estos viejos sacerdotes iban a morir sin dejar herederos, estando ya en el 2007, la supresión del Misal en el 1969 no ha ocurrido y sí existen herederos; razón por la cual no ha sido liquidado el Misal ¡Óptima cosa, óptima constatación! Quizá el inicio de la mejoría. Existe, aún otro aspecto positivo. Y es que hasta ahora, quienes celebraban con el Misal Romano y considerados como proscritos y como apestosos, mientras que por entonces, por el contrario, en la mentalidad común de la gente existe esta idea, aunque en el fondo no estaban equivocados. Del mismo modo la Misa Romana, que prácticamente había desaparecido de la vida de los fieles católicos existiendo, prácticamente, más de una generación que jamás había visto celebrar con el Misal Romano, quizá ahora comenzarán a ver esta liturgia; lo cual es un bien. Sin embargo existen graves peligros y graves riesgos que son tantos: Uno se refiere a la validez de los nuevos ritos y de los nuevos sacramentos. Hemos visto que un rito, si viene de la Iglesia tiene la garantía de validez y de santidad; todo lo que la Iglesia aprueba, promueve y hace suyo, no puede contener errores, no puede no ser santo como la Iglesia es santa, no puede no santificar las almas. Por el contrario, un rito que no viene de la Iglesia no tiene estas garantías. Esta es la razón por la cual la reforma litúrgica, en su conjunto, si ha sido querida – lo cual ha sido declarado de manera explícita – ha sido querida para encontrarse con los protestantes quienes, justamente, niegan los dogmas católicos en materia de sacramentos, entonces no puede venir de la Iglesia, aunque tan sólo por este único hecho. Y si no viene de la Iglesia entonces no tiene garantías ni de validez, ni de santificación de las almas, y tampoco de santidad; con excepción de otras verdades y por otros motivos, como el Matrimonio y el Bautismo. Así, existe una duda que sólo la autoridad suprema y legítima podrá resolver sobre la validez de los sacramentos en general administrados con el nuevo rito. De aquí que existe un montón de consecuencias prácticas preocupantes a quien quiera plantearse este problema que, a mi parecer, es necesario plantearse. ¿Es válido el sacramento del Orden administrado con este nuevo rito? Un insigne dominicano que acepta la reforma litúrgica y que ha realizado estudios, ha dicho que la reforma litúrgica es, sin embargo, en todo semejante en su inspiración a la reforma anglicana; sabemos que León XIII ha declarado inválido este Orden. Existen personas que dicen que este rito, siendo de la Iglesia es satisfactorio por este motivo; pero si por el contrario, como hemos dicho, éste no viene de la Iglesia entonces no tiene esta garantía. De este modo tenemos, quizá, sacerdotes que aparentemente son tales, pero que pueden no serlo; cuando incluso éstos celebrasen (u Obispos que no lo son) con el Rito Antiguo, pero en realidad no teniendo el sacramento del Orden, estas Misas no serían válidas. Inclusive sacerdotes consagrados y ordenados con el Rito Antiguo, pero por Obispos que no lo son, son hipotecados por la duda de ser verdaderamente sacerdotes; luego, estas Misas, por el mismo hecho, son afectadas por la duda. El nuevo rito de la Misa es dudosamente válido; de lo cual se sigue que, celebrando con el Motu Proprio en una Iglesia o en una parroquia y, por ejemplo, administrando la comunión con las partículas que se encuentran en el Tabernáculo y que han sido consagradas con la nueva liturgia, es posible que éstas no tengan la Presencia Real. Al contrario, celebrando con el Rito Antiguo válidamente, pero dejando luego estas partículas en el Tabernáculo inmediatamente después de que pudo haber sido la nueva liturgia en que el cuerpo y la sangre de Cristo pudo haber sido dados en la mano a los fieles que, en su mayor parte hoy por hoy, comulgan sin haberse confesado, incluso sin estar por mucho tiempo en Gracia de Dios – siendo de hecho esta la situación actual, con ritos improvisados, con abusos que el mismo Benedicto XVI en el Motu Proprio alude a éstos como al límite de los soportable y aún más – entonces he aquí que nos exponemos a profanaciones y sacrilegios. Además sería un gran riesgo el pensar que aquello que nos basta es de tener en la Misa los sacramentos, a tal punto de separar la Misa y los Sacramentos de la Fe. Si la Misa con el Rito de San Pío X es celebrada en un contexto de aceptación del Concilio. Esto sería un engaño, un doble engaño. Los fieles católicos, entonces, se contentarían con un rito digno, bello y majestoso, pero que, sin embargo, poco le importaría la Fe vehiculada. Por lo tanto recordemos que los Sacramentos son los Sacramentos de la Fe; razón por la cual la Misa católica en un contexto de ecumenismo, de libertad religiosa, etc., está fuera de lugar. Nuestra batalla en defensa de la Fe por cierto no termina porque haya sido lícita la Liturgia católica. Otros dos y últimos peligros del Motu Proprio son: 1) Es posible que la Fraternidad San Pío X, es posible digo solamente, y otros católicos que se han opuesto a las reformas conciliares, frente a este acto de benevolencia de Benedicto XVI, amainen del todo la bandera y terminen, de un modo o de otro, explícitamente o implícitamente como ha sucedido con tantos otros hasta ahora, por aceptar el Concilio, estipulando un acuerdo, por decirlo así, que deje a un lado los problemas doctrinales y de Fe. Sería algo trágico; aún cuando desde ya existen defectos doctrinales graves en estas Sociedades 2) Otro riesgo es el proyecto que Benedicto XVI ha afirmado varias veces y que escapa incluso al Motu Proprio. Por un lado él dice que los dos ritos pueden coexistir y por otro lado se da cuenta de esta dificultad: la coexistencia de dos ritos romanos que, sin embargo, expresan dos eclesiologías y dos fe distintas. Hemos visto tantos ocupantes de sedes episcopales que han dicho “nosotros rechazamos este Motu Proprio”. Y bien, esta es la realidad; los dos ritos no podrán estar juntos, uno excluirá al otro, uno eliminará al otro; porque uno ha nacido para eliminar al otro. De todo esto Benedicto XVI se da cuenta, y también de las miles de dificultades prácticas; entonces ¿Qué es lo que prospecta? Una reforma de la reforma que nos dé un tercer rito, un nuevo rito futuro que sea una amalgama del rito tradicional de la Iglesia Romana y del rito inventado, de planta enferma, de pseudo renacimiento de antiguos ritos, remitiéndose a San Hipólito, etc., etc., que se hacen pasar como ritos de la Iglesia antigua, es decir el Misal de Montini. Ahora, con la fusión de estos dos ritos, según Benedicto XVI tendríamos una reforma litúrgica equilibrada que nos dará un nuevo Misal romano único para todos. Si se realizase este proyecto he aquí que esta muerte del Misal Romano tradicional, el de San León Magno, de San Gregorio Magno y luego de San Pío V acontecería por fusión y no por supresión. Esta intención de Paulo VI se cumpliría con Benedicto XVI fusionándolo con el Misal reformado. Por el contrario, debemos oponernos al Motu Proprio, e incluso oponernos a cualquier prospectiva de contaminación entre los dos ritos. Por el contrario, queremos integralmente el Rito Romano. Obviamente que después pueden surgir nuevos santos canonizados por un verdadero Papa e insertos en el calendario y cambios en las Rúbricas como siempre ha sucedido, pero no queremos que un rito nacido por motivos de acercamiento con el Protestantismo pueda tener una influencia cualquiera sobre el Rito de la Iglesia, esto es inaceptable.

Vínculo a la entrevista: «¿Por qué la Sede está vacante?»


Nota: El autor de la entrevista, Don Francesco Ricossa, me ha pedido que enmiende un error: Los «Cahiers du Cassiciacum» no habían sido publicados en los primeros años 70, sino en los primeros años 80, aunque la Tesis ya estaba en preparación alrededor de 1976.

Christus Vincit, Christus Regnat, Christus, Christus Imperat!

Declaración

     Pedro

     Antes de comenzar con la publicación de entradas, estimo necesario algunas palabras a modo de presentación del blog.

     Por un lado, la motivación surge al constatar el carácter que, tanto in verbis como in factis, ha venido desarrollando el mundo en general y, en medio de éste, también nuestra querida patria chilena. El hombre, queriendo deberse a sí mismo y, a partir del antropocentrismo iniciado en los siglos XIV y XV , engreído en su plaza fuerte, instaló la bandera de la independencia, abandonó progresivamente las exigencias de su naturaleza individual y social precipitándose, bajo los dictámenes de un liberalismo desaforado y rechazando todo ordenamiento, en un proceso involucionista, deplorable y degradante que parece ser irrevocable.

     Por otro lado, como efecto del espíritu mencionado y con derivaciones aún más devastadoras y lamentables por comprometer la vida sobrenatural de la sociedad y del individuo, los católicos constatamos con estupor la demoledora obra de destrucción que, a partir de la muerte de Papa Pío XII, y cediendo ante el espíritu revolucionario modernista, sus propios hijos, desde el interior, han infligido, y continúan infligiendo, a la Santa Madre Iglesia, intentando despojarla de su esplendor  y carácter divinos, para llegar a desfigurarla grotescamente y, si fieri potest, exterminarla.

     Este es un blog al servicio de la fe integralmente católica, cuyo autor sostiene que los “papas”, al menos desde Giovanni Montini, y probablemente desde Giuseppe Roncalli, ocupan la Sede de Pedro sólo materialmente, pero sin la posesión de la autoridad de Cristo debido a que,  al momento de la aceptación de la elección han puesto un obex, consistente en no tener la intención real, objetiva y habitual de procurar el bien de la Iglesia y que les impide la recepción de la comunicación prometida por Cristo, al igual que los ocupantes de las sedes episcopales que adhieren a ellos. Esta posición está sólidamente fundada en la tesis teológica conocida como la “Tesis de Cassiciacum” elaborada y publicada por Mons. Michel Louis Guérard des Lauriers, O.P. (1898 –1988) en 1978, hasta el momento no refutada. Por lo tanto, a más tardar desde el 7 de Diciembre de 1965, la Sede se encuentra “materialmente ocupada y formalmente vacante”, en espera de un legítimo Papa.

     Por último, tanto por medio de mis propios comentarios como, ocasionalmente, por la inclusión de enlaces de interés procuraré, en medio de esta “crisis de la Iglesia” consistente, en palabras de Mons. Guérard des Lauriers, “en el estado de privación en la que se encuentra la Iglesia militante (que no es la actual “iglesia oficial y pública” como tal) a causa de la vacancia formal de la Sede Apostólica”, procuraré, digo, en fidelidad a la sana doctrina, al sentido cristiano de la historia y a la realeza social de Jesucristo, contribuir no tan sólo con la crítica, sino también, en la medida de mis posibilidades,  con contenidos en clave positiva, a rendir testimonio de la Santísima Fe.


«Christus vincit, Christus regnat; Christus, Christus imperat!»