Resistite Fortes In Fide

Etsi homines falletis Deum tamen fallere non poteritis

Etsi homines falletis Deum tamen fallere non poteritis [Aunque engañaréis a los hombres, no podréis engañar a Dios] (Paráfrasis de San Agustín)

     A diario escuchamos por los medios acerca de la tragedia que viven miles de “desplazados” en tantas partes y a causa de tantas guerras regionales: en Palestina, en Siria, en Irak, en Ucrania, en África, etc. Sin duda es una dolorosa realidad que afecta a tantas personas en el mundo, forzadas a dejar sus hogares ante el avance de los ocupantes e invasores. Con todo, pocos, muy pocos, han reparado en una categoría de desplazados que no hace noticia, porque ellos no aparecen en los medios; aunque es, ciertamente, una dolorosísima realidad.

     En efecto, se trata del conjunto de los católicos que, manteniéndose firmes en la Fe y fieles a la Tradición Apostólica, resisten día a día a los ilegítimos ocupantes de los “loci catholici” que, a partir de la muerte de Pío XII, han expropiado nuestros lugares santos, haciéndose llamar, abusivamente, “católicos” [«Yo seré el último Papa que mantendrá todo como es ahora», fue la predicción de Pío XII, confirmada por Yves Congar].

    Se trata del Novus Ordo, la nueva religión (secta), cuyos promotores, por décadas, vinieron fraguando la demolición de la santa religión católica, así como de la Santa  Iglesia [«La Muralla China (entre la Iglesia y el mundo, n.d.r.) está siendo demolida hoy» H.U. von Balthasar, «Abatid los bastiones»] para implantar en ella, vejándola con odioso oprobio, su nuevo culto, su nueva doctrina, nueva moral y nueva disciplina [«Debemos sacudir el polvo imperial que se ha acumulado en el trono de Pedro desde el tiempo de Constantino», sentencia pronunciada por el ¿santo? Juan XXIII poco después de haber convocado su Concili-ábulo»; «Al concluir el concilio ¿Volverá todo a ser como antes? Las apariencias y los hábitos dirían “sí”. El espíritu del concilio responderá “no”», programa revolucionario de Pablo VI en su Discurso del 6 de Diciembre, 1965].

     Los legítimos hijos de la Esposa sin mancha y sin arruga, sufren ya por algo más de cinco décadas de desgarrador dolor, incomparable, con relación a las graves afrentas sufridas a lo largo de la historia de la salvación a manos de tantos enemigos declarados o encubiertos. No, nuestro dolor actual no tiene parangón. Hemos sido desplazados de nuestras capillas, de nuestras parroquias, de nuestras catedrales, de nuestras basílicas, de las Sede Episcopales, de la Santa Sede del bienaventurado Pedro, por el enemigo, por los precursores del Anticristo, del hijo de perdición, que ríe su asalto triunfal, aunque no final [«El concilio es el 1789 en la Iglesia», «cardenal» Leo J. Suenens. Con el concilio la Iglesia «haría su Revolución de Octubre pacíficamente», «cardenal» Yves Congar. La Iglesia, por medio de «una revolución dentro del orden cambió su curso de manera extraordinaria», Hans Küng (perito del Concili-ábulo)]. En el intertanto los católicos nos encontramos privados del sacerdocio, del culto, del Santo Sacrificio, de los sacramentos, de los canales habituales de la Gracia; aunque no de la Fe ni de la sana doctrina, y miramos con aflicción de desplazados hacia nuestros edificios, actualmente ocupados por la secta del Novus Ordo. «El concilio Vaticano II marcó el fin de una época o, más aún, de muchas épocas… produjo el término de la era Constantiniana, de la era de la Cristiandad…de la era de la Contra-Reforma y de la era del Concilio Vaticano I…marca un punto de inflexión en la Historia de la Iglesia», «cardenal» Suenens, moderador del concili-ábulo; «El Vaticano II representa, en sus características fundamentales…un giro en 180 grados…Es una nueva Iglesia la que ha surgido del Concilio Vaticano II (el subrayado es mío)», Hans Küng, perito del concili-ábulo. Con estas acotadas citas, entre tantísimas y tantísimas, vomitadas por el odio de los agentes directos e indirectos de todo rango (desde «papas» post-conciliares hasta clérigos ordinarios), es claro que la intención era, y es todavía (puesto que este proceso es continuo y lo peor, quizá, esté por venir) la destrucción de la Iglesia Católica, la aniquilación de su carácter militante y sagrado, de su divina constitución monárquica, así como la ocupación de sus instalaciones y edificios por el Novus Ordo, para dar lugar a una nueva «iglesia», la  iglesia de la religión de cuño humanístico-naturalística-evolutiva-gnóstica-subjetivista-protestantizada-librepensadora-ecuménica, en síntesis, la «iglesia conciliar», tal como la designó, oficialmente, «monseñor» Giovanni Benelli, sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, el  25 de junio de 1976, en la carta que le dirigió, en nombre del mismísimo Pablo VI [por lo que, oficialmente, podemos utilizar esta denominación para referirnos a la «iglesia» del Vaticano II] a Mons. Lefebvre.

     ¡Y, sí; ni más ni menos! Hemos sido desalojados desde nuestra Casa por esta gente. 1) Ni más, porque por mucho que pretendan lo contrario, por divina institución, la Iglesia Católica es indefectible: «enseñándoles que guarden todas las cosas (la Fe y el Depósito) que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los siglos (subrayados y paréntesis míos)» (Mt 28,20); por lo tanto la Iglesia es indestructible y se mantendrá inmutable hasta el fin de la historia. 2) Ni menos, porque no es menos la espantosa medida del odio y de los embates conciliaristas en connivencia con los consabidos enemigos externos. Muchos luctuosos acontecimientos históricos han causado, ciertamente, la pérdida de miles y millones de seres humanos a lo largo de la historia; sin embargo la magnitud de la pérdida de millones y millones de almas humanas por la propaganda de la total apostasía, por causa del fraude del Novus Ordo, no tiene parangón en la historia de la humanidad; es, definitivamente, un crimen que clama al cielo: sin la Fe es imposible la consecución de nuestro último fin – la Visio Beatífica de Dios en el Paraíso por medio del Lumen Gloriae – pues «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6). La Iglesia Católica, por las promesas divinas, no ha desaparecido, está y seguirá estando; reducida y arrinconada, sí; pero está inmutable e indefectible; relegada a la precariedad física en estos momentos sí, pero siempre gloriosa en su majestad y pureza y divinamente asistida; quien quiera encontrarla, por causa de la necesidad de los auxilios de la Gracia y de los sacramentos en esta vida militante, ha de buscarla, porque no está fácilmente visible, pero con seguridad la encontrará, aunque reducida a un “pusillus grex”, apacentada por verdaderos pastores, ofreciendo a Dios sin cesar desde donde sale el sol hasta el ocaso la Oblatio Munda que es la Misa del Sacrificio Eterno; no la repugnante y sacrílega «misa ecuménica», pantomima protestantizada que el Novus Ordo hace llamar «la Cena del Señor«, definida así oficialmente en el N. 7 de la Instrucción General del Misal Romano promulgado por Pablo VI, de modo que, en la «iglesia conciliar oficialmente NO se celebra la Misa, sino la «Cena del Señor«.

     Ya transcurridos casi 50 dolorosos años desde la clausura del concili-ábulo, aparte de todo tipo de chocantes abusos y excesos ¿Qué otros frutos podemos observar? Basta con escuchar las mismísimas palabras del ¿beato? Paulo VI que, junto al ¿santo? Juan XXIII fueron prominentes gestores de esta asamblea revolucionaria, palabras que reflejan el resultado inmediato de esta defección, de crudo realismo, aplicables a nuestros días: «A través de algunas grietas el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios. Hay la duda, incertidumbre, un conjunto de problemas, inquietud, insatisfacción, confrontación. La Iglesia ya no es confiable…La duda ha entrado en nuestras conciencias, y lo ha hecho a través de las ventanas que debieran estar abiertas a la luz. En vez de la ciencia, cuyo propósito es ofrecernos verdades que no nos distancien de Dios, sino que nos lleven a buscarlo más diligentemente y a glorificarlo más intensamente, ha llegado en su lugar el criticismo, la duda…Se creyó que, después del Concilio, llegaría un soleado día en la Historia de la Iglesia. Pero, por el contrario, llegó un día lleno de nubes, tempestad, oscuridad, cuestionamientos, incertidumbre. Hemos predicado el ecumenismo y nos hemos distanciado cada vez más entre nosotros mismos. Hemos logrado cavar abismos en vez de allanarlos», Paulo VI, Alocución Resistite fortes in fide,   29 de Junio, 1972. Don Jean-Luc Lafitte dice que la historia de la Revolución no es sino la historia de la de-catolicización del mundo, a lo cual ha cooperado con gran virulencia el espíritu revolucionario del Novus Ordo del Vaticano II, promoviendo la libertad religiosa (libertad revolucionaria), la colegialidad (igualdad revolucionaria) y el indiferentismo religioso mediante el ecumenismo (la fraternidad revolucionaria de 1879; cfr. supra, Cardenal Leo Suenens).

     Sí, los católicos hemos sido desplazados de nuestros santos lugares; y nos encontramos sobreviviendo casi a la intemperie, mientras los usurpadores tratan de profanar, denigrar, mancillar y deformar el esplendor del rostro de la Esposa fiel bajada del cielo después de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo; pero es en vano, pues «…la Gloria de Dios la ilumina y su antorcha es el Cordero» (Ap 21, 23b).

     En fin, para cerrar esta entrada usaré, finalmente, la proclamación de Pablo VI, paradojalmente, pero ahora con pleno sentido católico: «RESISTITE FORTES IN FIDE» pues, por misterioso pero conveniente designio divino, este es el tiempo de la tribulación y de la virtud.


Ora pro nobis Sancta Dei Genetrix, ut digni efficiamur promissionibus Christi!
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¡Los tres Impostores!

¡Lo logramos!                     ¡Lo logramos…!

Hace algunos días publiqué en Twitter una imagen que, curiosamente, puede ser interpretada distintamente según sea desde la ortodoxia católica o desde la óptica “ecuménica” de la Iglesia Conciliar. Y esta es, justamente, la forma expresiva, o comunicacional que, aliena voluntate, es empleada por la nueva doctrina y teología de los “progresistas” para diseminar sus toxinas; la razón es que, siendo la sustancia de sus brebajes tan duras de tragar para el “sensus catholicus”, éstos han de ser ofrecidos en el dulzor redaccional, a modo de vehículo; tal como, en la pediatría, el dulce jarabe medicinal lleva el principio activo, para que sea aceptable para el niño. Y así, por medio de la ambigüedad y la equivocidad, pasa colada la verdadera intención o, por lo menos, sus devastadores efectos, que es de dañar, de destruir y de extraviar la Fe y la Iglesia católicas.

Se trata de la imagen en que aparecen el Sr. Bergoglio, el rabino judío Abraham Skorka y el líder religioso musulmán Omar Abboud, fundidos en un “fraterno” abrazo, luego de rezar “jewish style” ante el Muro de los Lamentos y con ocasión de su visita a Jerusalén. La escena parece muy humana y sobrecogedora y mediáticamente conmovedora. El propio Francisco I, emocionadamente no pudo sino expresar: “Lo logramos”. No vamos a creer que se trata de tres viejos amigos que, en algún momento de sus biografías, simplemente se prometieron reencontrarse ante el muro de los Lamentos para revivir su mutua amistad. Al menos, si acaso aquella intención estuviera también incluida, hay que ampliar el contexto y el significado de esta escena; lo cual intentaremos en esta entrada.

De hecho, absolutamente, este gesto no es un mero acto privado de tres personas. Por el contrario, es un evento esencialmente público, protagonizado por tres personeros públicos, genuinamente representativo y altamente significativo de un cierto “state of the art”; en fin, se trata de tres líderes religiosos llamados “monoteístas” ¿Qué pensar?

Este “Lo logramos” bergogliano representa el grito de triunfo, el puerto de arribo, el cumplimiento de una “hoja de ruta” largamente esperado, la consumación de una confabulación cuyo inicio se sitúa aún antes del reinado de Federico II, en el Siglo XIII, pero en cuya corte conoció su forma exotérica: se trata de la medieval “Leyenda de los tres anillos”, especie de contrahecha pseudo-profecía ecuménica – nihil novum sub sole. En realidad se trata de la instauración definitiva (si fieri potest) del Templo Ecuménico Universal de las Religiones lo cual, por la parte “católica”, significa llevar a cumplimiento las directrices del Vaticano II [que podríamos resumir en: el ecumenismo (con relación a las “religiones cristianas”, consagrado en Lumen Gentium, Unitatis Redintegratio), el diálogo interreligioso (con relación a las religiones no cristianas, consagrado en Nostra Aetate), la libertad religiosa (consagrada en Dignitatis Humanae Personae].

La “Leyenda de los tres anillos” tiene su origen en el Medioevo, época del máximo esplendor de la Cristiandad y del Reino Social de Cristo, pero en el cual la Iglesia igualmente debió enfrentar serios enemigos; prueba de esto da cuenta esta Leyenda, la cual conoció tres sucesivas reproducciones literarias, a saber, en la LXXIII novela del Novellino (anónimo), luego en el Decamerón (de Boccaccio) y, finalmente en Nathan el Sabio (de G. E. Lessing). En realidad el Novellino, de acuerdo con Monseñor Benigni (Historia Social de la Iglesia) fue compilado y divulgado en el ambiente gibelino de la corte del “stupor mundi”, Federico II, emperador que terminó excomulgado y depuesto, “un pagano con nostalgia musulmana” (cfr. Mons. Umberto Benigni, Storia Sociale Della Chiesa, vol. IV, tomo I, pp. 74-75). Frente a este comportamiento del Emperador del Sacro Imperio, entra en acción el grande Papa Gregorio IX, quien acusó al filoarábico-hebreo Federico de impulsar la blasfemia según la cual Moisés, Mahoma y Cristo fueron tres impostores. Esto refleja, según lo demuestra Mons. Benigni, el peligro no sólo potencial, sino en acto, de la influencia árabo-hebraica en la filosofía católica del Medioevo. Por otra parte “De Tribus Impostoribus”, en sí mismo no era un libro, sino la transmisión oral de una doctrina atribuida a varios, entre ellos, a Federico II, de carácter esotérico (iniciático-secreta), cuya expresión exotérica, con el fin de penetrar en ámbito cristiano bajo el manto de un cuento judaico-islámico (Mons. Benigni) tomó la fórmula de Los tres anillos, también de origen judaico. Creo oportuno ofrecer aquí la versión de Lessing, inspirada, al igual que la versión de Boccaccio, como hemos dicho, en el Cuento LXXIII del Novellino medieval; los tres conservan lo esencial de su contenido. En la obra de Lessing, el cuento de los tres anillos se encuentra envuelto en un texto más largo, Nathan el Sabio; Nathan relata la antigua leyenda a Saladino del siguiente modo:

Saladino: La razón por la que solicito tu enseñanza es bien distinta, bien distinta – Tú que eres tan sabio dime, de una vez por todas. – ¿Cuál es la fe, cuál es para ti la ley más convincente de todas?

Nathan: Sultán, yo soy hebreo.

Saladino: Y yo soy musulmán. Y entre nosotros está el cristiano. – Pero de estas tres religiones sólo una puede ser verdadera.

Nathan: ¿Me permite, Sultán, narrarle una pequeña historia?…Muchos años hace ya que en Oriente un hombre poseía un anillo inestimable, un valioso regalo. La piedra, un ópalo de cien reflejos bellos y coloridos, tiene un poder secreto: hace grato a Dios y a los hombres a quien lo lleve con confianza. ¿Puede extrañar si jamás se lo sacaba del dedo y que dispusiese de tal modo que siempre permaneciera en su casa? Él dejó el anillo a su hijo bien amado; y dejó escrito que, a su vez, aquel hijo lo dejase a su hijo más amado; y que en cada ocasión el más amado de los hijos se convierta, sin tener en cuenta el nacimiento sino tan sólo por el poder del anillo, en el jefe y el señor de la casa. – ¿Tú me sigues, Sultán?

Saladino: Te sigo. Continúa.

Nathan: Y así, el anillo, de hijo en hijo, llega finalmente a un padre de tres hijos. Todos ellos le obedecían igualmente y él, sin poder hacer menos, los amaba a todos del mismo modo. Sólo de tanto en tanto uno u otro le parecía el más digno del anillo – cuando se encontraba a solas y nadie dividía el afecto de su corazón. Así, con afectuosa debilidad, él promete el anillo a los tres. Vivió cuanto pudo. Pero, próximo a la muerte, aquel buen padre se encuentra en dificultades. Lo entristece si ofendiese, de este modo, a dos de sus hijos, confiados en su palabra. Entonces él llama en secreto a un joyero, y le ordena dos anillos en todo igual al suyo; y le exige que no escatime ni dinero ni trabajo para que sean perfectamente iguales. El artista lo logra. Cuando se los lleva, ni siquiera el padre se encuentra en condiciones de distinguir el anillo verdadero. Feliz, llama a los hijo uno por uno, a todos imparte su bendición, a los tres les da el anillo, y muere. ¿Tú me escuchas, Sultán?

Saladino: Escucho, escucho. Pero termina luego tu fábula. ¿La tienes?

Nathan: Ya terminé. Lo que sigue se entiende por sí mismo. Muerto el padre, cada hijo sigue adelante con su anillo. Cada hijo quiere ser el señor de la casa. Se litiga, se indaga, se acusa. En vano. Imposible probar cuál sea el anillo verdadero. – Así como lo es para nosotros (después de una pausa, durante la cual él espera la respuesta del Sultán) probar cuál sea la verdadera fe.-

Saladino: ¿Cómo? ¿Esta es tu respuesta a la pregunta?

Nathan: Tan sólo valga para excusarme, si no oso buscar de distinguir los anillos que el padre hizo, precisamente, con el fin de que fuese imposible distinguirlos.

Saladino: ¡Los anillos! ¡No te burles de mí! Las religiones que te he nombrado se pueden distinguir hasta en las vestimentas, en las comidas, en las bebidas!

Nathan: Y sin embargo no en los fundamentos. ¿No están fundadas todas en la historia escrita o transmitida? Y la historia sólo por fe o fidelidad debe ser aceptada ¿No es cierto? ¿Y de cuál fe o fidelidad dudaremos menos que de otra? ¿La de nuestros abuelos, sangre de nuestra sangre, la de aquellos que desde nuestra infancia nos dieron prueba de su amor, y que jamás nos engañaron, siendo que el engaño no era saludable para nosotros? ¿Puedo creer a mis padres menos que a los tuyos? ¿O viceversa? ¿Acaso puedo pretender que tú, por no contradecir a mis padres, acuses a los tuyos de mentirosos? ¿O viceversa? Y lo mismo vale para los cristianos ¿No es cierto?

Saladino: (¡Por el Dios vivo! Tiene razón. Debo enmudecer)

Nathan: pero regresemos a nuestros anillos. Como decía, los hijos se acusaron en juicio. Y cada uno juró al juez de haber recibido el anillo de las mano del padre (lo cual era cierto), y mucho tiempo antes de la promesa de los privilegios concedidos por el anillo (y esto también era cierto). El padre, ninguno lo ponía en duda, no podía haberlo engañado; antes que sospechar esto, se decía a sí mismo, de un padre tan bueno, no podía sino acusar del engaño a sus hermanos, de los cuales también había siempre estado dispuesto a pensar siempre bien; y se consideraba seguro de descubrir al traidor y dispuesto a vengarse.

Saladino: ¿Y el juez? Estoy curioso por escuchar lo que harás decir al juez. Habla.

Nathan: El juez dijo: Traed inmediatamente aquí a vuestro padre, o los arrojaré de mi presencia. ¿Creéis que yo esté aquí para resolver enigmas? ¿O acaso deseáis permanecer hasta que el anillo verdadero hable? Pero…¡Esperad! Decís que el anillo posee el mágico poder de haceros amados, gratos a Dios y a los hombres. Que sea esto lo que decida. Los anillos falsos no podrán. Así que, decidme, ¿Quién de vosotros es el más amado de los tres? ¡Adelante! ¿Calláis? ¿Acaso el efecto del anillo es sólo reflexivo y no transitivo? ¿Cada uno de vosotros sólo se ama a sí mismo? Entonces cada uno de vosotros sois embaucadores embaucados. Vuestros anillos son falsos los tres. Probablemente el verdadero anillo se perdió, y vuestro padre hizo tres como aquél para ocultar su pérdida y para sustituirlo.

Saladino: ¡Magnífico! ¡Magnífico!

Nathan: Si no queréis, prosiguió el juez, mi consejo y sí mi sentencia, ¡Idos! Pero mi consejo es este: Aceptad las cosas así como están. Que cada uno posea el anillo de su padre: que cada uno se sienta seguro de que éste es auténtico. ¿Acaso vuestro padre no estaba más dispuesto a tolerar aún en su casa la tiranía de un solo anillo? Y, por cierto, os amó a los tres. De hecho, no quiso humillar a dos de vosotros para favorecer a uno. ¡Vamos! ¡Esforzaos en imitar su amor incorruptible y sin prejuicios! Que cada uno se esfuerce por demostrar a la luz del día la virtud de la piedra de su anillo. Y ayude a su virtud con la dulzura, con indómita paciencia y caridad, y con una profunda devoción a Dios. Cuando las virtudes de los anillos aparezcan en los nietos, yo los invito a regresar al tribunal, al cabo de miles y miles de años. En mi estrado se sentará un hombre más sabio que yo; y hablará. ¡Idos! Así habló aquel modesto juez.

Saladino: ¡Dios! ¡Dios!

Nathan: Saladino, si tu crees ser aquel sabio que prometió el juez…

Saladino: (precipitándose hacia él y aferrándole la mano, que no dejará ya más hasta el fin) ¿Yo, polvo? ¿Yo, la nada? ¡Oh, Dios!

Nathan: ¿Qué hacéis, Sultán?

Saladino: ¡Nathan, querido Nathan! Los miles de miles de años de tu juez aún no han pasado. Su estrado no es el mío. ¡Vaya! Pero sed mi amigo.

Según el estudioso Mario Penna (en su Parábola de los tres anillos y la tolerancia en el Medioevo, 1952) la versión original de esta parábola es, por el contrario, cristiana, atribuyéndose a los hebreos españoles la deformación de ésta, a favor de la tolerancia. La versión original cristiana data del Siglo XIII: Es el relato de un padre que tiene una hija legítima, mientras la esposa – que se hace infiel – tiene otras hijas que hace pasar como hijas legítimas. El padre dona a la única hija legítima una anillo milagroso: sólo quien tiene el anillo milagroso es su hija. Entonces, las otras fabricaron anillos semejantes, pero falsos. El sabio juez, comprobada la virtud de los anillos, declaró que una sola era la hija legítima, y todas las otras eran ilegítimas. Es entonces que, en ambiente hebraico, la parábola viene deformada en dos sentidos: 1) el anillo pierde toda virtud milagrosa, por lo cual ya no se podía distinguir el verdadero de los falsos; 2) por otra parte, y muy importante, el autor de los anillos falsos ya no son los hijos ilegítimos (siendo ahora, por lo demás, todos hijos legítimos y muy amados del padre) sino que el autor es el mismo padre. De este modo, el autor de todas las religiones, verdadera y falsas, es Dios mismo; mientras que en la versión cristiana original Dios es el autor de la verdadera religión, mientras que los hombres son los autores de las falsas.

 Se comprende ahora, a la luz de este “magnífico abrazo” en Jerusalén, el valor y el significado del grito de triunfo bergogliano “¡Lo logramos!”. Es el regocijo y la euforia de haber alcanzado la meta, ya “imaginada” en el lejano árabo-hebreo Medioevo español, de consumar en la historia la reunión y la amalgama de los “Tres impostores”, para inaugurar por fin, ahora sí, la economía y el tiempo del Templo Ecuménico Universal de las Religiones, en el cual todo cabe, tanto lo falso como lo verdadero envenenado de lo falso, puesto que todos ellos se consideran embaucadores embaucados: ninguno es cabeza de ninguna verdadera religión; así que no hay razón para litigar, lo que corresponde es seguir el consejo del juez de Lessing: “Que cada uno se esfuerce por demostrar a la luz del día la virtud [vana] de la piedra de su anillo [falso]”. En la obra de los tres anillos los tres protagonistas, que representan las tres religiones monoteísticas, en realidad están representando a todas las religiones. Como siempre, para cada enseñanza de doctrina modernista existe una condena previa del Magisterio Católico, lo cual determina el carácter herético y anti-Cristo de la nueva religión que se dice católica. En este caso, el Papa Pío XI, en la Encíclica Mortalium Animos, es quien, precisamente, condena este falso ecumenismo que conduce al indiferentismo religioso y al ateísmo y defiende la verdadera unidad cristiana. Esta obra anti-católica, esta lejana visión medieval del enemigo de Dios y de los hombres, patéticamente representada – conspectu Dei – por este reciente triple y “fortísimo” abrazo en Jerusalén, una vez más, nos quiere enseñar que no vale la pena esforzarse en defender y promover la verdad revelada y operada por Dios para su propia gloria extrínseca y para la felicidad y regeneración del hombre, porque los tres (en realidad todos) son bienamados del Padre, aún poseyendo la mentira (los falsos anillos). Además, ¿Qué sentido tiene tratar de buscar la verdad y reconocerla? Total, la capacidad de la razón humana, de cuerdo a Lessing y Bergoglio, es impotente para alcanzarla, a lo cual llamamos naturalismo y agnosticismo, aún cuando alguien pueda preguntarse ¿Entonces qué sentido tiene estar dotado de una facultad, la razón, si esta carece de la capacidad para alcanzar su objeto propio, la verdad? ¿No es absurdo? ¿No sería una facultad inútil? Pero esto constituye la mutilación del intelecto, hacernos irracionales y exclusivamente sensitivos, como quieren el sensismo y el empirismo. Todo lo cual intenta bloquear el reconocimiento, por parte de la razón, de la verdad natural y revelada.

Así pues, Bergoglio nos quiere inducir a dejar la objetividad de la Fe (la cual no es un mero y simple ambiguo sentimiento) y nos quiere dar del propio veneno de la “doctrina” del Vaticano II, esto es que, junto a sus tres amigos, él mismo se considera un embaucador, afirmando no saber si posee el verdadero anillo, tan embaucado por el Padre como los otros dos; él sostiene que, dado que el Padre es un estafador, entonces puede deducir, juntos a sus dos amigos, que las tres religiones son falsas, habiéndose perdido la verdadera (¿en poder de Lucifer…quizá? ¿O del G.A.D.U…?). En fin, vemos como de la parábola de la tolerancia y de la fraternidad entre las religiones, salidas de un Dios engañador, se llega a la blasfemia de los Tres impostores; luego Dios es un Padre que, o bien no existe o bien no es Padre. Lástima que quien, ya sea voluntariamente o inconscientemente o defraudadamente, beba del veneno…se expone a la muerte…


Ora pro nobis, Sancta Dei Genetrix, dum verum Papam speramus!
 

El «Sensus fidei» ecuménico

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     Si revisamos las publicaciones y documentos emanados de los ocupantes actuales de la Santa Sede, así como aquellos publicados por lo órganos oficiales de la Curia Vaticana, constatamos el mismo estilo redaccional que caracterizó a los documentos promulgados por el “concilio” Vaticano II; es decir, intencionadamente ambiguos y del todo contrastantes con la claridad y precisión del Magisterio pre-conciliar. Los innovadores, por medio de un lenguaje enrevesado y lleno de términos y giros lingüísticos extraños a las sólidas y nítidas formas magisteriales de la tradición católica, buscó primero escapar a las reprobaciones de San Pío X, eminentísimo defensor de la ortodoxia católica contra los desvaríos modernistas, y luego, al amparo y fomento de Roncalli, desplegaron libremente aquellas formas expresivas ambivalentes, difíciles de interpretar por su equivocidad, con el fin de servir a los errores desatados bajo la égida del conciliábulo vaticano. Por otro lado, no hay discurso, entrevista, artículo, predicación, encíclica, exhortación, audiencia, carta, alocución, etc., que, sin cejar en ofensas a Dios Trino, a Jesucristo, a la Bienaventurada Virgen María, a la Iglesia, a los legítimos sucesores de Pedro, a la Fe Católica, no conduzcan hacia aberraciones doctrinales al servicio del “dogma ecuménico” y de los públicos escándalos litúrgicos y religiosos inter-confesionales. San Pío X, Papa nuestro de feliz memoria, con su corazón deshecho por profundísimo y amargo dolor al prever que la Barca de Pedro sería asaltada, violentada y apropiada por servidores del Anticristo, anticipó en su Magisterio el pútrido zaguán en el que, hoy por hoy, navegan los invasores mancillando nuestra santa religión; anticipó Papa Sarto: “ninguno se maravillará si lo definimos [al Modernismo] afirmando que es un conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión.” (S. S. San Pío X, Encíclica “Pascendi”, N° 38). Y autores fieles a la pureza de la Fe, como el R. P. Leonardo Castellani, han advertido para enseñanza e instrucción de los católicos: “Los modernistas no niegan la letra de ninguno de los dogmas…,pero lo vacían todo dándoles un significado humano; son como signos de la grandeza del hombre, de la divinidad del hombre, es decir, una tentación de humanizarlo todo, que fue la tentación más grande en toda la vida de la Iglesia y que será también la gran herejía del Anticristo, que va a implantar la adoración del hombre, de las obras del hombre y se va a hacer adorar él mismo como Dios, según está revelado por San Pablo.” (“Catecismo para adultos”, casi contemporáneo contra-discurso de Montini quien, oficialmente el Martes 7 de diciembre de 1965, inauguró la «religión del hombre» al clausurar el conciliábulo Vaticano II) ).

     En la Edición del 20 de Junio de 2014 de L’Osservatore Romano se lee una columna titulada “El sentido de la Fe. En un documento de la Comisión Teológica Internacional” (BAC, Madrid, 2014), firmado por Serge-Thomas Bonino, Dominicano, secretario general de la CTI. En realidad, este breve inserto tiene la finalidad de presentar un reciente documento publicado por la misma Comisión bajo el título “Le sensus fidei dans la vie de l’Église” (El sentido de la fe en la vida de la Iglesia), de ahora en adelante SF, texto sólo en francés y en inglés. Hay que recordar que, de cara a la pureza de la fe católica, toda obra u opúsculo emanado de fuentes post-conciliares debe ser recibido con gran precaución, toda vez que «jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, “hombres de lenguaje pervertido (Hch 20, 30) de vanos discursos y seductores que yerran y que inducen al error”(Tit 1, 10)». En su presentación del documento de la CTI, en L’Osservatore Romano, Bonino comienza (no podía ser de otro modo) citando al Sr. Bergoglio cuando, el 4 de Octubre de 2013 en Asís (cuyo excelsa tradición católica franciscana jamás será siquiera mínimamente empañada por las abominables y escandalosas reuniones “interreligiosas” ecuménicas iniciadas por Wojtyla) éste dijo que «[El pueblo] tiene “olfato” para encontrar nuevas vías para el camino, tiene el sensus fidei, que dicen los teólogos (innovadores, n.d.a]». Y Bonino continúa destacando que «el Pontífice (sic) ama referirse a este instinto sobrenatural [innovador él mismo, n.d.a.] que posee el pueblo de Dios [muy querida expresión vaticano-segundista].

     En el n.2 de la Introducción de SF, la CTI define el sentido de la fe como «Este instinto sobrenatural, intrínsecamente unido con el don de la fe recibido en la comunión de la Iglesia, se llama sensus fidei, y le permite a los cristianos cumplir a cabalidad su vocación profética».

     De modo que, según la doctrina de la religión neomodernista, el “sentido de la fe” sería un “olfato”, un “instinto sobrenatural”. En el n. 49, SF dice que «El sentido de la fe del creyente es una especie de instinto espiritual…se deriva de la fe constituyendo una propiedad de ésta. Se compara a un instinto, porque en primer lugar no es el resultado de una deliberación racional, sino que toma más bien la forma de un conocimiento espontáneo y natural, una especie de percepción». El n. 53 continúa: «el sentido de la fe es la forma que reviste este instinto». En el n. 54 leemos: «Como lo indica su nombre “sentido”, [el sensus fidei] se asemeja más bien a una reacción natural, inmediata y espontánea, comparable a “un instinto vital” o a una especie de “olfato” por la cual el creyente adhiere espontáneamente lo que es conforme a la verdad de la fe y evita lo que se le opone».

    Cada vez que tomamos conocimiento de algún documento innovador-postmodernista-ecuménico-naturalista de la nueva religión, debemos tener presente, en medio de la anfractuosidad y esoterismo de sus formas que, indefectiblemente, estará involucrada la nueva eclesiología, la nueva liturgia, la nueva disciplina y la nueva doctrina; pues el arte de la destrucción está en la celada. Bueno, así ocurre también con este “just born” de la CTI.

    Dice SF que el “sentido de la fe” se deriva de la fe y constituye de ésta una propiedad, siendo la fe una disposición interior suscitada por el amor (n. 56). Pero, para la religión ecuménica anticatólica ¿Qué es la fe? Pues, al igual que el carácter subjetivo-psicológico del “sensus fidei”, dicen de la fe que “…siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino” (Pascendi n.5), además “En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional” (Pascendi n. 13), y más aún “…en ese sentimiento los modernistas, no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación” (Pascendi n. 6).

     Para la nueva anti-iglesia, que se dice católica, en el plano de la fe, algunos términos son muy queridos, tales como “vital”, “experiencia”, “sentido”, “sentimiento”, “amor”, “corazón”, “misterio”. Son todos términos que caen muy bien al perfil del hombre moderno, cincelado por la Escuela de Franckfurt y por el nihilismo estructuralista francés (no en vano Wojtyla fue proclamado “por el pueblo de Dios” “santo súbito”). Es en esta concepción naturalista de la fe – naturalista porque oblitera la realidad sobrenatural de la fe , toda vez que repudia la teología natural y cierra, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad y, más aún, suprime por completo toda revelación externa (cfr. Pascendi n.5) – que la CTI intenta insertar el neotérico “sensus fidei”, este “instinto sobrenatural de la fe…suscitado por el amor…esta especie de olfato…de percepción…este instinto vital…este conocimiento del corazón. Uno de los argumentos de apoyo que esgrimen es “la connaturalidad que la virtud de la fe establece entre el creyente y el auténtico objeto de la fe” objeto que, como habíamos visto, no consiste en las verdades reveladas, sino en la misma naturaleza de Dios, en la misma “res divina” (de otro modo éste no podría ser “connatural”, a saber y sin más, la deificación del hombre). Es el mismo SF que se encarga de declarar que gracias a este divagado “sentido de la fe”, que tiene la forma de una segunda naturaleza (divinizada), el creyente (no sólo católico), reacciona espontáneamente (cfr. SF n.53) de manera infalible en lo que concierne a su objeto, es decir en lo que concierne a Dios mismo, percibido inmediatamente en su naturaleza divina misma en virtud del sentimiento vital de la fe.

     Es la misma CTI que, forzando a ciertos autores como Melchor Cano, J. H. Newman, y violentando las Escrituras, se apuran en declarar que la expresión “sensus fidei” no se encuentra ni en las Escrituras ni en la enseñanza formal de la Iglesia anterior al Vaticano II (cfr. SF n.7) ¡Lógico! No podía ser de otro modo, dado que la fe católica es objetiva y sobrenatural, en oposición al carácter subjetivo y naturalista de la nueva religión; a mayor abundamiento, la CTI intenta hacer pie en la historia diciendo que «El concepto de “sensus fidelium” comenzó a ser elaborado y utilizado de modo más sistemático al momento de la (pseudo) Reforma [protestante, ¡todo concurre! n.d.r.]». Sabemos la adoración ecuménica que la iglesia oficial profesa al protestantismo, del cual, entre otra cosas, ha adoptado novedades como “teología del laicado”, “pueblo de Dios”, “sacerdocio común”, “común oficio profético”, etc.; todo orientado hacia el concepto de “comunidad” y “fraternidad”, así como de debilitamiento del concepto de autoridad, primado y magisterio.

     Por mucho que se nos quiera retrotraer a las crisis arriana y nestoriana, la Iglesia nunca necesitó de un “instinto” u “olfato” sobrenaturales con relación a su indefectibilidad y ortodoxia. Por primera vez encontramos el “sensus fidei” en los documentos del vaticano II; especialmente en Lumen Gentium ns. 12 y 35, asociado al antedicho “común oficio profético” en el contexto de una iglesia “igualitaria y democrática” que tiende a eliminar los aspectos de “Ecclesia docens” (Iglesia que enseña) y “Ecclesia discens” (Iglesia que es enseñada); es decir, para el Vaticano II, fuente desde la cual se precipita toda la riada de extrañezas, nadie tiene nada que aprender, nadie debe enseñar, nadie debe corregir, nadie debe guiar; es suficiente con que cada uno, habiendo experimentado vitalmente el sentimiento religioso – que es a su vez la revelación y lo revelado, Dios mismo – se integre con su conciencia subjetiva individual a la conciencia colectiva comunitaria, que sería la Iglesia; si no estamos en la iglesia del libre examen de Lutero, ¿entonces qué?

     Llegados a este punto, bueno es recordar la doctrina católica para no extraviarse. 1) La fe es una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y la ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibidas por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos (D. 1789). Vemos que la fe no es un indefinido y vago “sentimiento” o “experiencia vital”; es definitivamente objetiva, ya que se trata de verdades (lo que Dios ha revelado), no de lo que el hombre siente en el corazón ni mucho menos. Es el llamado objeto material de la virtud teologal de la Fe, constituido por todo el conjunto de verdades divinamente reveladas. Además no es un fenómeno natural, que brota de una cierta indigencia psicológica; ¡absolutamente no! es una virtud sobrenatural, infusa por Dios en nuestra alma, por lo que es imposible adquirirla con las solas fuerzas naturales. No tiene como sujeto el sentimiento o el corazón, sino el entendimiento, ya que las verdades se aprehenden por el intelecto, por la razón. 2) El objeto material de la Fe definido infaliblemente por el Concilio Vaticano I (en realidad debiéramos decir sólo Concilio Vaticano, puesto que no hay otro con aquél nombre) dice: “Hay que creer con fe divina y católica todo lo que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición y que la Iglesia por definición solemne o por su Magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelado” (D. 1792). De modo que la divina revelación (verdades objetivas, no subjetivos sentimientos) posee dos fuentes, la Sagrada Escritura y la Tradición Católica.

     Y avanzando un poco más en este trabajo “pseudo-teológico” de la Comisión, llegamos a su punto más alto, a su broche de oro y a su verdadero puerto de llegada: Su valor ecuménico. El “santo ecuménico” Wojtyla dijo: “Con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica” (Encíclica Ut unum sint n. 3, 1995). Y así, en el trabajo SF de la Comisión leemos en el n. 56 «una cierta forma de sensus fidei puede existir entre los bautizados que llevan el bello nombre de cristianos sin profesar, sin embargo, integralmente la fe” (Lumen Gentium 15) Ahora, quien no profese integralmente la fe, negando tan sólo una o algunas de las verdades reveladas, NO POSEE LA FE. La razón está en que, con su opinión personal, éste se pone por encima de Dios que revela y niega el motivo formal por el cual creemos, a saber, la autoridad de Dios que no puede engañarse ni engañarnos; y así, ya no cree por la autoridad de Dios sino por su propia disquisición y opinión humana, eligiendo qué creer y qué no creer, por lo tanto NO llevan el bello nombre de cristianos. Y continúa el n. 56 “La Iglesia católica debe pues estar atenta a lo que el Espíritu puede decirle por medio de creyentes de iglesias y comunidades eclesiales que no están plenamente en comunión con ella”. Lástima que, si no están en comunión con Pedro, cabeza y regla próxima suprema de la fe, potestad exclusiva conferida directamente por Cristo (cfr., Mt 16, 18s), el Espíritu, alma de la Iglesia, nada tiene que decirle por intermedio de ellas. Por ahora es suficiente con relación al “ecumenismo”; por sí sólo es un tema que reclama un espacio propio. En todo caso, y anticipándonos, podemos constatar que el ecumenismo surge como consecuencia del nuevo concepto de revelación adoptado por la nueva iglesia.

     En otro aspecto de este reciente trabajo de la CTI, se establece que «El sensus fidei está estrechamente unido a la “infallibilitas in credendo” que posee la Iglesia en su conjunto…permite a sus miembros ejercer el discernimiento que deben realizar sin cesar… a fin de saber cuál sea la mejor manera de vivir, actuar y hablar en fidelidad al Señor” (n.128) Y también «El sensus fidei permite a cada creyente percibir una desarmonía, una incoherencia o una contradicción entre una enseñanza o una práctica y la fe cristiana auténtica” (n.62) Aún más «El sensus fidei del creyente es infalible en sí mismo en lo que concierne a su objeto, la verdadera fe». Para sostener estas proposiciones la CTI trae en su ayuda un argumento por analogía diciendo que «A causa de su relación inmediata a su objeto, un instinto no puede equivocarse. Éste es infalible de suyo». Ya habíamos visto que, según la nueva “teología”, el sensus fidei se compara a un instinto, es una suerte de “instinto espiritual” (sic), una reacción natural, inmediata y espontánea, análoga a un instinto vital o a una especie de olfato (cfr., n. 54). Ahora, en la teología de la perfección cristiana, lo más cercano a esta tesis modernista son las mociones del alma en gracia a impulso del Espíritu Santo por medio de las virtudes y dones sobrenaturales. El creyente, instruido en las verdades de la fe, reacciona sí ante el error doctrinal (por Ej., resistieron a Nestorio cuando éste, siendo obispo, cayó en la herejía y predicaba que María sólo era la madre de Cristo, pero no de Dios), reacciona sí, pero no por una especie de “instinto”, sino por encontrar contradicción entre la fe apostólica y el error; para lo cual se necesita, no una especie de “olfato” o “instinto vital”, sino una virtud específica, la virtud sobrenatural de la Fe, que es un juicio del entendimiento movido por Dios, facultad del alma cuyo objeto propio es la verdad. Por otro lado los “teólogos” de la CTI argumentan, en favor de la infalibilidad del sensus fidei, que éste no puede fallar porque «todos los miembros [de la Iglesia] han recibido la unción del Espíritu de verdad» (n. 76) y «todo bautizado, en virtud de la unción divina, tiene la capacidad de discernir la verdad en materia de fe», citando 1Jn 2, 20.27 (cfr., n. 85). Aquí asistimos a una grande ambigüedad, sería necesario especificar que, siendo el bautismo el sacramento de la verdad que da la vida eterna, que es la verdadera Fe, sólo reciben, por medio del bautismo válido, el Espíritu de verdad quienes profesan la única y verdadera Fe, no cualquier bautizado perteneciente a cualquier «iglesia»; pero este es el modo de hablar modernista. Por lo demás, sabemos que en la doctrina modernista la validez del Bautismo, por el que el creyente se hace miembro de la Iglesia, es extensible a todas las “comunidades eclesiales” e “iglesias” no católicas pues, para los modernistas, la “Iglesia de Cristo” no es la iglesia católica, sino una cierta  iglesia futura, más amplia que la Santa Iglesia católica, Cuerpo Místico de Cristo, la cual tan sólo «subsistit in», estaría tan sólo contenida en aquella imaginaria «iglesia» de carácter ecuménico (cfr. Lumen Pentium n. 8).

     Si el “sensus fidei ecuménico” es infalible in credendo, en virtud de una no bien explicitada “unción del Espíritu de verdad”, ¿Cómo se explica que actualmente un indefinido “pueblo de Dios” (millones de millones) siga masivamente  una fe que no es nuestra Fe católica? ¿Cómo explicar que tan grandísimo número de creyentes no sean capaces de utilizar el infalible “olfato bergogliano”, aquel infalible “instinto espiritual” para discernir entre la Fe católica y la “fe” de Juan XXIII, de Pablo VI, de Juan Pablo I, de Juan Pablo II (hasta ahora entre ellos el más destructor de la Iglesia), de Benedicto XVI y de Francisco? ¿Cómo explicar que la mayoría se deja mistificar por el fenómeno religioso más mortífero de la historia de la Iglesia, considerado por San Pío X la suma total de todas las herejías, siendo la devastación y perdición casi total del pueblo fiel, sumido en la total apostasía de la mano de los actuales meros ocupantes materiales de las sedes en la Iglesia? Es un misterio, permitido por Dios, una prueba en medio de la actual miseria y perfidia del mundo, para que brille el testimonio de los que resisten firmes en la Fe, como fiel soldado de Cristo, sostenidos por María, vencedora de todas las herejías, para gloria de Dios.


 Ora pro nobis, Sancta Dei Genetrix, dum verum Papam speramus!