Cito vita hominis transit!

Actualmente el Novus Ordo post conciliar, casi siempre, como es la tónica y la naturaleza de la religión ecuménica-humanitaria-progresista, en sus “homilías” sólo se refieren a eclécticos e insulsos tópicos sociales o anecdótico-domésticos, que en nada demuestran los contenidos de la Fe católica, necesarias, con necesidad de medio, para el fin de la vida cristiana, que es la bienaventuranza en esta tierra y la visión de Dios en la futura.

En esta entrada publico esta homilía católica, pronunciada por Don Francesco Ricossa, Director del Instituto Mater Boni Consilii en el 4º Domingo después de la Pascua (2014). Es una mía libre traducción del italiano.

Acabamos de escuchar las lecturas de la Misa de hoy. Esta vez la Epístola no ha sido tomada de las Epístolas de San Pablo, sino de las Epístolas de San Pedro. El pasaje del Evangelio es una parte del discurso después de la Cena de Jesús, en el Evangelio de San Juan, quien es el único que nos relata el largo discurso después de la última Cena. El punto común entre estas dos lecturas es la comparación que, ya sea Jesucristo como su apóstol Pedro, hacen entre esta vida y la vida eterna, la verdadera vida.

Comencemos por las comparaciones tomadas por San Pedro, después por Jesucristo Nuestro Señor y, finalmente, por una Santa, Santa Teresa de Ávila.

En una frase, notablemente famosa, Santa Teresa de Ávila dice que “Nuestra vida en esta tierra se compara a una fea noche en un mal albergue”. Esta frase ilustra bien lo que dice el Apóstol Pedro en la lectura de hoy, y que inicia con estas palabras, recordándoles a los primeros cristianos que leían sus escritos que somos “advenas et peregrinos en la tierra”(I Pe 2, 11) es decir, “aquí somos extranjeros y peregrinos”; no porque no tengamos una casa, no porque no tengamos una Patria, sino porque nuestra casa, nuestra Patria no está en esta tierra. Un extranjero, cuando se encuentra en un país que no es el suyo, no tiene una casa suya, no tiene un alojamiento suyo. Si quiere acostarse y dormir teniendo bajo techo, debe contentarse con un cuarto de hospedaje; el cual puede ser más o menos pobre, o bien lujoso pero, aún el más bello, siempre será un cuarto de albergue, en el cual él siempre resentirá extraño porque no es su casa, no es su Patria. Y a este cuarto de albergue el peregrino, el viajero, más bien, el extranjero, el que no se encuentra en su casa, no le concederá algún interés particular; ¿Con qué finalidad de amoblarlo, decorarlo y mejorarlo? ¡Es la propiedad de otra persona! ¡El propietario no soy yo, sino el hospedero! ¿Para qué preparar este cuarto en vista a una permanencia duradera cuando después de unos días, pocas horas, una semana, un mes, deberé dejarlo, deberé partir? Sabiendo que este alojamiento será ocupado por otra persona, como sé muy bien que, antes de mí, lo han ocupado tantísimas otras personas. Bien, nuestra vida en esta tierra es la misma cosa, somos extranjeros aquí; esto no nos convence mucho, porque hemos nacido aquí y sólo hemos conocido esta vida y esta tierra. Y sin embargo, es cierto; somos extranjeros porque no hemos sido hechos para este lugar, no hemos sido hecho para estar aquí; tanto así que han sido tantos los que han estado antes que nosotros y tantos otros vendrán después de nosotros a nuestro puesto; como aquel penoso cuarto de un mal albergue del cual habla Santa Teresa de Ávila. Luego, nos encontramos en esta tierra de manera provisoria, en camino, en marcha hacia otra vida, otra Patria, otra casa; de lo cual nos habla Jesús en el discurso después de la Cena, en otro pasaje, no en aquel que habíamos leído, dice Jesús que “hay muchas moradas en la casa de mi Padre, y yo voy a prepararos un puesto, para que allí donde yo estoy también estéis vosotros”. Justamente en el discurso después de la Cena, Cristo, para explicar la misma verdad utiliza otra analogía, muy humana, muy conmovedora, muy fácil de captar, que es el caso de la madre, de la joven mujer que está por ser madre encontrándose en los dolores del parto: con cuánta humanidad el Señor dice: “La mujer, cuando está a punto de dar a luz un hijo, se encuentra en el dolor, pero, inmediatamente después, su alegría es muy grande, porque un hombre ha venido al mundo, y olvida todo dolor.” Incluso podemos decir que la madre, que se encuentra en el dolor, en el mismo momento en el que sufre, ya nace una alegría en su corazón, la cual crece aún más; porque, si bien es cierto que está sufriendo, sin embargo desde ya le llena el corazón de alegría de pensar que, en breve, podrá estrechar en su seno a su bebé; a su bebé que ella ama, justamente, con la fuerza de la naturaleza, de una manera tan natural, tan viva, tan espontánea. Este es el episodio extraído de nuestra humanidad, al menos de aquella femenina, evidentemente; pero este pasaje ilustra una realidad más profunda, la cual es explicada por Jesús, que dice: “Así sed también vosotros, el mundo se encuentra ahora en la alegría, en cambio vosotros en la tristeza; pero en breve será lo contrario: vosotros estaréis en la gloria, y esta gloria no podrá ser arrebatada a vosotros por nadie”. He aquí la gran diferencia entre la verdadera alegría, la verdadera felicidad que sólo Dios podrá dar al hombre y todas las otras alegrías y felicidades de los hombres y del mundo. La primera, la que da Dios, nadie os la puede arrebatar; mientras que, por el contrario, las que vienen del mundo, primero son engañosas y, segundo, son efímeras, es decir, terminan súbitamente, en un instante, como nuestra estadía en el albergue, por pocos días, o por pocas horas; y así, del mismo modo, las cosas de este tiempo, de esta vida, pasan rápidamente: desilusionan ya aquí, mas, si aunque no desilusionasen, debemos abandonarlas todas, con certeza absoluta, sin lugar a dudas.

Estas palabras de Jesús son también un eco de aquellas que había pronunciado antes, en las conocidas bienaventuranzas, como sabéis, las del discurso de la montaña, una suerte de programa del Señor, que impacta justamente porque Jesús propiamente invierte nuestro modo de concebir las cosas. Cristo llama beatos, es decir felices, a los pobres, a los sedientos, a los que tienen hambre, a los perseguidos, a los puros y a aquellos que lloran; mientras que, por el contrario, de todos los demás, los que están ahora colmados de tantos bienes, abundancias, y que ríen, dice Jesús “¡Ay de vosotros!” – notemos que frente a las bienaventuranzas están los ayes – “¡Vae, vobis! (¡Ay de vosotros!) ¿Por qué? Pues porque todo será mudado, todo cambiará: vosotros que lloráis sed beatos – dice Jesús – porque seréis consolados; por el contrario, ¡Ay de vosotros que ahora reís, porque lloraréis! De hecho, como ya lo decía el Libro de la Sabiduría, los hombres apegados a este mundo y a las realidades mundanas, llegando al momento del juicio dirán: “Ergo errabimus viam veritatis”, esto es, “habíamos errado completamente, pensábamos que sus vidas, las de los justos, de los santos, de los hombres de Dios, era un desvarío, una locura, un delirio, y que la fe de ellos era carente de honor, y he aquí que, por el contrario, son contados entre los hijos de Dios, en cambio nosotros hemos perdido todo; esta es la realidad. Sin embargo muchas personas dicen ¿Será tan así? Pero, por mientras, vivamos en esta tierra; este cambio será en el futuro, en un tiempo lejano; por el contrario, mientras tanto estoy aquí y, mientras dure, quiero gozar de los bienes y placeres de este mundo. Por esto Jesús precisa: “Aún un poquito, y no me veréis; y otra vez un poquito, y me veréis. Porque voy al Padre.” San Agustín, comentando esta palabra “modicum” (un poco), dice ¿Cómo puede (Jesús) decir “un poco” a un tiempo que a nosotros nos parece tan largo antes que Él retorne, antes que Él se muestre a nosotros? El Santo responde diciendo: “A nosotros, este tiempo nos parece largo porque aún lo estamos viviendo, pero cuando éste termine nos parecerá brevísimo”. Esta es la experiencia de todos los hombres. Preguntad a un muchacho, a un joven de 15 años, a un adolescente; normalmente, éste no piensa en el fin de esta vida, sólo piensa en la vida de acá, le parece tenerlo todo a disposición, y que su vida no terminará jamás (y, sin embargo, ¿Quién sabe si acaso no habrá llegado al último día de su existencia?). Preguntad, por el contrario a una persona de 80 años, quien ya ha llegado al final de esta vida, ¿Cuánto le parece? Un instante, la nada misma. ¿A cuántos de nosotros tantas vivencias nos parecen tan sólo de ayer, como si hubiesen sido recién ayer?

Así es nuestra existencia. Creemos que esta habitación de hospedaje es nuestra última morada, que estaremos aquí por siempre; y no es así. Nos afanamos en la tontera de fatigarnos por adornarla, cuando, por el contrario, mañana por la mañana deberemos abandonarla. Entonces, pensemos en la eternidad, y pensemos que las penas de esta vida, “Bienaventurados vosotros que lloráis, porque seréis consolados”, son un signo del amor de Dios por nosotros, son un signo que el Señor nos pone sobre la vía de la gloria infinita, de la salvación eterna. ¿Por qué? Porque es así como nos asemejamos a Él; como la mujer que debe sufrir los dolores del parto si quiere después estrechar a su bebé. Como el mismo Jesucristo, y así lo dice el ¡Aleluya! de la Misa de hoy “oportet Filium hominis multa pati” (Lc 9, 22), era necesario que Cristo sufriese para entrar, después, en su Gloria. Si nosotros no pasamos por esta vía del padecimiento, no podremos entrar en la gloria; porque sufrir quiere decir amar, manifestar nuestro amor, hacer algo por Jesucristo, laborar para merecer el Paraíso. Pero alguno dirá “¿Pero acaso es necesario que se sufra ahora por un premio futuro, mientras que los que se alegran ahora sufrirán después? ¿Es necesario que sea así?” En realidad, observad, queridos amigos, que todos tenemos que padecer algo en la vida, sí, todos; no tan sólo las personas buenas, sino también los malos. No se crea que quien sigue el mundo, que quien huye de la cruz, tenga ante sí una vida enteramente de alegría y plena de felicidad; no, no es, absolutamente, así; es más, es cierto lo contrario. Como os he dicho, si tomamos el ejemplo de la mujer que se hace madre, es cierto que sufre pero, en el fondo del corazón, ya tiene una gran alegría; esta es la condición del cristiano quien, en medio de las dificultades de la vida, en el fondo del corazón, ya tiene una gran paz, que es la paz del amor de Dios, la paz de saber que la propia conciencia es recta, que es la paz de saber que estamos andando hacia aquel momento en que Jesucristo dirá “Entra en la Gloria de Tu Señor”; mientras que, por el contrario, quienes viven en el mundo ¿Qué les espera? ¿Son realmente felices? ¡No! Todo es un engaño, porque el mundo no puede ser feliz; es una alegría que les será quitada, que apenas, apenas, les parece tocarla he aquí que se desvanece. Como los antiguos que, cuando les parecía de ir infierno, se imaginaban ver las sombras de sus seres queridos a quienes, tan pronto estrechaban luego ya no cogían nada, porque, precisamente, eran sombras. Así, del mismo modo, son sombras las cosas de este mundo, que sólo pueden ilusionar y engañar. Esta es la profunda verdad. Quien haya vivido algunos años lo sabe muy bien según la experiencia de la propia vida.

Así pues, si verdaderamente queremos ser felices en esta vida y, aún más, en la otra, debemos seguir con coraje la vía de Jesucristo que es, también, la vía de la cruz, por cierto; pero, antes que nada, es la vía del amor; por lo tanto, una vía que puede colmar nuestro corazón, siendo la única vía que verdaderamente puede hacerlo.

Que este domingo nos haga ya mirar a lo alto, hacia la eternidad; y no, por el contrario, nos haga distraernos en las cosas de aquí abajo, las cuales, tan pronto las tocamos y las miramos ya se han desvanecido, como un sueño que se olvida al momento de nuestro despertar y del cual no queda sino una vaga memoria.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ¡Amén!


“Si en algo falto a la doctrina y fe católicas agradeceré de corazón corregirme”

Ora pro nobis Sancta Dei Genetrix, ut digni efficiamur promissionibus Christi!